Mal Elemento
jueves, noviembre 11, 2010
jueves, octubre 28, 2010
miércoles, octubre 27, 2010
martes, octubre 26, 2010
miércoles, septiembre 29, 2010
viernes, septiembre 24, 2010
Admiral Fell Promises, de Sun Kil Moon
Mark Kozelek no para: a las recientes ediciones de un disco en vivo -Find Me, Ruben Olivares / Live in Spain- y un libro que recoge buena parte de las letras de sus canciones solistas y con Red House Painters -Noches de tránsito, que ya tiene versión en español-, ha sumado este nuevo álbum de Sun Kil Moon, que podría llevar como subtítulo "más despojado que nunca". Se trata apenas de la cada vez más estacionada voz de Kozelek -quien ha declarado recientemente su forma de cantar de hace unos años no lo conforma hoy en absoluto- y una guitarra acústica como única compañía. Algo así como el esqueleto de los RHP. Los que compran el disco en la web del sello de Kozelek, Caldo Verde, se llevan de regalo un EP de edición limitada titulado I’ll Be There que incluye versiones de Stereolab, Casiotone for the Painfully Alone o Jackson 5. Al hombre le gustan las versiones exóticas: recuerden aquel magnífico What's Next to the Moon (2001) con covers s relajadísimos de temas del AC/DC de la época de Bon Scott.
sábado, septiembre 18, 2010
El Viejo León del Zoo, por Fabián Casas
Para Damián Ríos y Martín Gambarotta
La última vez que hablamos fue un domingo muy frío, por la noche. Me acuerdo que Guadalupe y yo estábamos metidos en la cama cuando sonó el teléfono y era él. Me dijo que tenía la computadora ocupada por sus hijos y que por eso aprovechaba para saber cómo iba el embarazo. Le dije que teníamos fecha de parto para la semana entrante y que no bien saliera Ana al espacio le íbamos a avisar. Desde que se había enterado que esperábamos un hijo, él nos hacía un seguimiento ginecológico-telefónico semanal. Me acuerdo que cuando le conté lo del embarazo se le quebró la voz y se puso a llorar. Me dijo que dar vida era lo máximo que uno podía hacer en el mundo, que él, ahora, estaba al servicio de sus hijos.
Cuando cumplí 21 años me fui de viaje por América con mis compañeros de Filosofía. Queríamos remedar el viaje del Che, pero sin que muriera nadie. Antes de salir del país, mientras parábamos en el camping de Salta capital, di en una librería con la obra poética completa de Juan Gelman, editada por Corregidor. Años después, Gelman me dijo que era una edición llena de errores, pero yo no estaba capacitado para identificarlos. De Gelman, en ese entonces, me gustaban hasta las erratas. Conseguí ese libro de manera curiosa. Le vendí mis botas naúticas al sereno del camping y con esa plata me lo compré. Lo raro fue que a la semana detuvieron al sereno robando en las carpas. No sé por qué, en vez de robarme las botas, prefirió pagármelas, lo cual redundó en el excedente del libro de Gelman y en que pasé unos días hermosos leyéndolo en el pasto y a orillas de los ríos donde acampábamos.
Era muy feliz. Aún hoy Cólera Buey me parece una obra genial y disfruto de los poemas de Sydney West y algunos que otros sueltos de los primeros libros. Como el del albañil Iraniaka, al que la muerte, cuando lo está pasando para el otro lado, le dice que tiene que venir también su corazón, pero él le explica que no puede porque su corazón "ha hecho su casa en una mujer". Estoy citando de memoria y puede que los versos no sean exactamente así. Porque muchas veces modifico los versos en mi cabeza hasta que me los apropio. Otro poema que me gusta es de Gotán, un libro de Gelman que causó sensación en su momento pero que ahora parece haber envejecido, ya que estaba muy apegado a la época. El poema empieza con este verso: "Al que extraño es al Viejo León del Zoo". De manera curiosa, cuando recuerdo este comienzo, le agrego el adverbio "verdaderamente". Es decir, que digo "Al que verdaderamente extraño es al Viejo León del Zoo". No sé por qué. Sin dudas, es mejor no empezar -ni terminar- con un adverbio, pero en mi memoria éste se vuelve necesario, como si anclara el verso en el corazón.
Parece que fue a un encuentro de escritores que organizaron en Montevideo. Le tocó un fin de semana muy frío y el hotel donde lo habían ubicado no tenía calefacción. Como también le iban a demorar el pago por los honorarios, es decir, no era en cash sino con factura a 60 días, él se puso en llamas y se hizo mucha mala sangre discutiendo con los organizadores. Consiguió que lo cambiaran de hotel y que le pagaran en el acto. Como era un encuentro de escritores, a mí me parece que debe haber jugado también la parte narcisista, y que debe haber tenido que encender día y noche su representación, algo que resulta muy desgastante aún para esos que, de alguna manera, hicieron de su personaje una segunda naturaleza.
El Viejo León del Zoo -porque ahora lo recuerdo así- era tímido y muy emotivo. Con la sensibilidad a flor de piel. Y para defenderse tiraba zarpazos y meaba el entorno en lugares inapropiados. Parecía estar siempre al ataque -y tal vez lo estaba-, pero nunca se había comido a ningún cazador.
La primera vez que lo ví fue en en un apart hotel de la avenida Santa Fe, donde vivía. Yo había leído algunos relatos suyos y teníamos amigos en común. Algunos de los cuentos me parecían muy buenos -como Japonés, una obra maestra-, pero lo que más me impactaba eran las fotos de su cara con las que ilustraba las tapas de sus libros. La de Pájaros de la cabeza, editada por Catálogos, era genial. Los pelos parados, las cejas levantadas en signo de alarma, los ojos desorbitados. Era la contracara de esa enfermera que te pide silencio en las paredes de los hospitales. Ese rostro parecía orbitar el caos, ser el caos. Ahora, mientras escribo, me imagino que él me hubiese dicho: "no pongas rostro, boludo". Tampoco quería que pusiera "torso" en vez de pecho. El apart hotel era un desastre. Entrabas por una galería que nacía casi sobre la 9 de Julio, subías unas escaleras y tenía todo patas para arriba. Recuerdo un mate volcado sobre una alfombra verde. Tenía un escritorio repleto de papeles y una computadora siempre prendida. Y un grabador con música folclórica, lo cual me sorprendió. No sé de qué hablamos aquella vez, pero nos hicimos amigos. Desde ese momento lo visité en diferentes casas, donde vivía solo o en pareja, con más o menos hijos, con hijos más grandes y más chicos. Siempre con pocos libros -suyos y de otros-, pero leyendo de manera persistente a los contemporáneos. Tenía algo particular con esto y que es esencial para una cultura: era un escritor que no bendecía a los que escribían como él. Le gustaban los que hacían lo contrario, los que expandían la paleta de colores sobre la que él trabajaba. No estaba generando su propio canon para que reafirmara su obra; es más, es probable que esos nuevos escritores cuestionaran sus textos. Con él se podía hablar, se podía discutir de igual a igual. Un don que pocas personas pueden sostener. Somos todos iguales, en esencia, pero muchos se olvidan de eso.
También quería que los escritores grandes -los que él admiraba- conocieran a los autores que él "promocionaba". Una vez me citó en un hotel donde estaba parando Saer. Cuando llegué, el Turco tomaba una copa de champagne mientras él y dos hijos suyos se comían todo lo que estaba en la mesa. Me dijo, con la boca llena, que le pasara mi libro al genio de Serodino. Eso hice. También le dije -para entrar en calor- que para mí había sido central leer sus libros, que era el escritor más grande del mundo. "Cicatrices", le dije. Saer me miró -aunque habló, no recuerdo su voz- y agarró mi libro y lo dejó caer entre su muslo izquierdo y el pliegue de la silla. Y debe estar aún ahí, porque no le volvió a prestar atención. Quique se me acercó y me dijo: "comé, que paga el Turco".
Volvió de Montevideo enfermo -por lo que pude reconstruir- y pasó unos días malos. Respirando cada vez peor. Igual no paró, vio gente, fue a comer a casa de amigos, escribió, leyó, se fue a nadar al club y, cuando el cuerpo estaba al dente, caminó hasta el Hospital Italiano para internarse. Ya lo había hecho varias veces. Se internaba, se ponía mejor, volvía a sus cosas... Sabía que en cualquier momento se podía morir, era algo que tenía presente, pero esto no lo perturbaba. No era un esclavo. Con relación a su muerte, era un hombre libre. Podría haber muerto mucho antes, un montón de veces. Podría no haber publicado nunca. De hecho, lo hizo ya mayor, a los 39 años. Ahora digo que toda su obra -que es grande- no le llega ni a los talones a él. No extraño sus cuentos, no extraño que no escriba más, que no vaya a leer cosas nuevas suyas. Extraño su voz, su risa. Su generosidad. Su mal genio. No reivindico su inteligencia. La inteligencia es algo que puede tener cualquiera. Es un don. Reivindico su bondad. La bondad es algo que uno trabaja, que uno aprende a ser. Su inteligencia, por ejemplo, puede hacer una reescritura cool del Orlando de Virginia Woolf, pero a mí ese relato -Memoria de paso- me deja seco. Es como un ejercicio de habilidad. Pero su coraje y su talento pueden escribir Los libros del caminante, tal vez su libro más querido por mí. No digo el que me gusta, digo querido. En ese libro él se estaba probando como novelista, tanteaba en abismo.
Después están Vivir afuera o En Otro orden de cosas, novelas que parecen irrumpir desde la literatura hacia la sociología. Y no al revés. Frescos de época. A mi lo que me gustaba de Quique era la forma en que vivía, a la marchanta, con una inmensa vitalidad. Para un conservador y depresivo como yo, era homeopático verlo avanzar entre el desorden, imponiéndose con sus gustos y disfrutando de sus diatribas. Como una torta de hojaldre, uno percibía que había tenido muchas vidas, muchas mujeres, muchos amigos, muchos muertos punks en su haber. Y muchos hijos. Dice Vera -su hija- que cuando era muy chica, él la llevaba en una bolsa de hacer las compras. Me quedé pensando largo tiempo en esa imagen. La precariedad de un bebé adentro de un objeto cotidiano y bamboleante como una bolsa. Ojalá yo pueda tomar algo de esa frescura a la hora de relacionarme con mi hija. Estas noches en las que camino en círculo con ella en mis brazos, para que se duerma, pienso mucho en Quique. Y siento que él también está nadando de noche. Con largas brazadas. La respiración, ya lejos del agobio de la historia, es perfecta. Va a la par nuestra. Eso me da fuerzas. De alguna manera, soy Fogwill.
La última vez que hablamos fue un domingo muy frío, por la noche. Me acuerdo que Guadalupe y yo estábamos metidos en la cama cuando sonó el teléfono y era él. Me dijo que tenía la computadora ocupada por sus hijos y que por eso aprovechaba para saber cómo iba el embarazo. Le dije que teníamos fecha de parto para la semana entrante y que no bien saliera Ana al espacio le íbamos a avisar. Desde que se había enterado que esperábamos un hijo, él nos hacía un seguimiento ginecológico-telefónico semanal. Me acuerdo que cuando le conté lo del embarazo se le quebró la voz y se puso a llorar. Me dijo que dar vida era lo máximo que uno podía hacer en el mundo, que él, ahora, estaba al servicio de sus hijos.
Cuando cumplí 21 años me fui de viaje por América con mis compañeros de Filosofía. Queríamos remedar el viaje del Che, pero sin que muriera nadie. Antes de salir del país, mientras parábamos en el camping de Salta capital, di en una librería con la obra poética completa de Juan Gelman, editada por Corregidor. Años después, Gelman me dijo que era una edición llena de errores, pero yo no estaba capacitado para identificarlos. De Gelman, en ese entonces, me gustaban hasta las erratas. Conseguí ese libro de manera curiosa. Le vendí mis botas naúticas al sereno del camping y con esa plata me lo compré. Lo raro fue que a la semana detuvieron al sereno robando en las carpas. No sé por qué, en vez de robarme las botas, prefirió pagármelas, lo cual redundó en el excedente del libro de Gelman y en que pasé unos días hermosos leyéndolo en el pasto y a orillas de los ríos donde acampábamos.
Era muy feliz. Aún hoy Cólera Buey me parece una obra genial y disfruto de los poemas de Sydney West y algunos que otros sueltos de los primeros libros. Como el del albañil Iraniaka, al que la muerte, cuando lo está pasando para el otro lado, le dice que tiene que venir también su corazón, pero él le explica que no puede porque su corazón "ha hecho su casa en una mujer". Estoy citando de memoria y puede que los versos no sean exactamente así. Porque muchas veces modifico los versos en mi cabeza hasta que me los apropio. Otro poema que me gusta es de Gotán, un libro de Gelman que causó sensación en su momento pero que ahora parece haber envejecido, ya que estaba muy apegado a la época. El poema empieza con este verso: "Al que extraño es al Viejo León del Zoo". De manera curiosa, cuando recuerdo este comienzo, le agrego el adverbio "verdaderamente". Es decir, que digo "Al que verdaderamente extraño es al Viejo León del Zoo". No sé por qué. Sin dudas, es mejor no empezar -ni terminar- con un adverbio, pero en mi memoria éste se vuelve necesario, como si anclara el verso en el corazón.
Parece que fue a un encuentro de escritores que organizaron en Montevideo. Le tocó un fin de semana muy frío y el hotel donde lo habían ubicado no tenía calefacción. Como también le iban a demorar el pago por los honorarios, es decir, no era en cash sino con factura a 60 días, él se puso en llamas y se hizo mucha mala sangre discutiendo con los organizadores. Consiguió que lo cambiaran de hotel y que le pagaran en el acto. Como era un encuentro de escritores, a mí me parece que debe haber jugado también la parte narcisista, y que debe haber tenido que encender día y noche su representación, algo que resulta muy desgastante aún para esos que, de alguna manera, hicieron de su personaje una segunda naturaleza.
El Viejo León del Zoo -porque ahora lo recuerdo así- era tímido y muy emotivo. Con la sensibilidad a flor de piel. Y para defenderse tiraba zarpazos y meaba el entorno en lugares inapropiados. Parecía estar siempre al ataque -y tal vez lo estaba-, pero nunca se había comido a ningún cazador.
La primera vez que lo ví fue en en un apart hotel de la avenida Santa Fe, donde vivía. Yo había leído algunos relatos suyos y teníamos amigos en común. Algunos de los cuentos me parecían muy buenos -como Japonés, una obra maestra-, pero lo que más me impactaba eran las fotos de su cara con las que ilustraba las tapas de sus libros. La de Pájaros de la cabeza, editada por Catálogos, era genial. Los pelos parados, las cejas levantadas en signo de alarma, los ojos desorbitados. Era la contracara de esa enfermera que te pide silencio en las paredes de los hospitales. Ese rostro parecía orbitar el caos, ser el caos. Ahora, mientras escribo, me imagino que él me hubiese dicho: "no pongas rostro, boludo". Tampoco quería que pusiera "torso" en vez de pecho. El apart hotel era un desastre. Entrabas por una galería que nacía casi sobre la 9 de Julio, subías unas escaleras y tenía todo patas para arriba. Recuerdo un mate volcado sobre una alfombra verde. Tenía un escritorio repleto de papeles y una computadora siempre prendida. Y un grabador con música folclórica, lo cual me sorprendió. No sé de qué hablamos aquella vez, pero nos hicimos amigos. Desde ese momento lo visité en diferentes casas, donde vivía solo o en pareja, con más o menos hijos, con hijos más grandes y más chicos. Siempre con pocos libros -suyos y de otros-, pero leyendo de manera persistente a los contemporáneos. Tenía algo particular con esto y que es esencial para una cultura: era un escritor que no bendecía a los que escribían como él. Le gustaban los que hacían lo contrario, los que expandían la paleta de colores sobre la que él trabajaba. No estaba generando su propio canon para que reafirmara su obra; es más, es probable que esos nuevos escritores cuestionaran sus textos. Con él se podía hablar, se podía discutir de igual a igual. Un don que pocas personas pueden sostener. Somos todos iguales, en esencia, pero muchos se olvidan de eso.
También quería que los escritores grandes -los que él admiraba- conocieran a los autores que él "promocionaba". Una vez me citó en un hotel donde estaba parando Saer. Cuando llegué, el Turco tomaba una copa de champagne mientras él y dos hijos suyos se comían todo lo que estaba en la mesa. Me dijo, con la boca llena, que le pasara mi libro al genio de Serodino. Eso hice. También le dije -para entrar en calor- que para mí había sido central leer sus libros, que era el escritor más grande del mundo. "Cicatrices", le dije. Saer me miró -aunque habló, no recuerdo su voz- y agarró mi libro y lo dejó caer entre su muslo izquierdo y el pliegue de la silla. Y debe estar aún ahí, porque no le volvió a prestar atención. Quique se me acercó y me dijo: "comé, que paga el Turco".
Volvió de Montevideo enfermo -por lo que pude reconstruir- y pasó unos días malos. Respirando cada vez peor. Igual no paró, vio gente, fue a comer a casa de amigos, escribió, leyó, se fue a nadar al club y, cuando el cuerpo estaba al dente, caminó hasta el Hospital Italiano para internarse. Ya lo había hecho varias veces. Se internaba, se ponía mejor, volvía a sus cosas... Sabía que en cualquier momento se podía morir, era algo que tenía presente, pero esto no lo perturbaba. No era un esclavo. Con relación a su muerte, era un hombre libre. Podría haber muerto mucho antes, un montón de veces. Podría no haber publicado nunca. De hecho, lo hizo ya mayor, a los 39 años. Ahora digo que toda su obra -que es grande- no le llega ni a los talones a él. No extraño sus cuentos, no extraño que no escriba más, que no vaya a leer cosas nuevas suyas. Extraño su voz, su risa. Su generosidad. Su mal genio. No reivindico su inteligencia. La inteligencia es algo que puede tener cualquiera. Es un don. Reivindico su bondad. La bondad es algo que uno trabaja, que uno aprende a ser. Su inteligencia, por ejemplo, puede hacer una reescritura cool del Orlando de Virginia Woolf, pero a mí ese relato -Memoria de paso- me deja seco. Es como un ejercicio de habilidad. Pero su coraje y su talento pueden escribir Los libros del caminante, tal vez su libro más querido por mí. No digo el que me gusta, digo querido. En ese libro él se estaba probando como novelista, tanteaba en abismo.
Después están Vivir afuera o En Otro orden de cosas, novelas que parecen irrumpir desde la literatura hacia la sociología. Y no al revés. Frescos de época. A mi lo que me gustaba de Quique era la forma en que vivía, a la marchanta, con una inmensa vitalidad. Para un conservador y depresivo como yo, era homeopático verlo avanzar entre el desorden, imponiéndose con sus gustos y disfrutando de sus diatribas. Como una torta de hojaldre, uno percibía que había tenido muchas vidas, muchas mujeres, muchos amigos, muchos muertos punks en su haber. Y muchos hijos. Dice Vera -su hija- que cuando era muy chica, él la llevaba en una bolsa de hacer las compras. Me quedé pensando largo tiempo en esa imagen. La precariedad de un bebé adentro de un objeto cotidiano y bamboleante como una bolsa. Ojalá yo pueda tomar algo de esa frescura a la hora de relacionarme con mi hija. Estas noches en las que camino en círculo con ella en mis brazos, para que se duerma, pienso mucho en Quique. Y siento que él también está nadando de noche. Con largas brazadas. La respiración, ya lejos del agobio de la historia, es perfecta. Va a la par nuestra. Eso me da fuerzas. De alguna manera, soy Fogwill.
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