jueves, diciembre 02, 2004

Historia y reivindicaci�n del amor propio

por Ram�n Alcoberro (profesor asociado de �tica, Universidad de Girona, Espa�a)

I
La historia de la �tica puede contarse de muchas maneras. Se ha narrado, por ejemplo, desde el Bien, la Felicidad, la Fe, la Responsabilidad o el Deber en may�sculas. Nada hay que objetar en ello si el aprendizaje de alguna de esas m�scaras nos hace m�s sabios o m�s astutos. Pero en la ch�chara de los fundamentos �ticos se suele obviar el viejo precepto moral del "amor propio', h�bilmente confundido con ludismos varios. Tal vez resulte todav�a excesivo reivindicar como padres de la �tica a los viejos liberales individualistas que denunciaban el bla-bla-bla del deber, la responsabilidad y el desprendimiento, como formas refinadas de la hipocres�a humana. Pero sin una individualidad fuerte o -por decirlo en pedante- sin autonom�a del sujeto legislador, no es pensable ninguna �tica de la libertad. Una �tica de la humanidad-realmente-existente debe recordar, en debate con los comunitarismos idealizadores, que el "amor propio" tal vez no sea condici�n suficiente de la democracia, pero es su condici�n necesaria, pues sin "yo" ning�n "nosotros" resulta soportable. Cuando se trata de repensar la ciudadan�a, desprender-se de la idealizaci�n comunitaria es tan importante como desasirse de la instrumentalidad tecnol�gica.
Leer la �tica como el progreso del amor propio -y, paralelamente, la antropolog�a como substituci�n del concepto de "alma" por el de "ego" significa asumir las reglas de juego de la Ilustraci�n, que dise�� el �nico �mbito en que el precepto de la primac�a del yo puede tener significado. Sin la confrontaci�n entre amor propio ilustrado y amor del cristiano no puede entenderse hist�ricamente la aparici�n de la autonom�a en la raz�n moderna. No es imprescindible ironizar, con Voltaire, que: la religi�n existe desde que el primer hip�crita encontr� al primer imb�cil, para descubrir que uno de los grandes debates que recorren la historia de la �tica en Occidente, tal vez el debate fundacional de la Ilustraci�n, es el que enfrenta los derechos de la divinidad con los del hombre y su autonom�a.
El concepto de amor propio surgi� en el XVII como una hip�tesis est�tica, parad�jica e ir�nica -en la medida en que el yo es siempre improductivo. Que el amor propio nazca del ocio feliz no es su menor pecado. Por su esencia contemplativo, el amor propio fue combatido tambi�n por un cierto racionalismo que, en general, tiende a menospreciar toda forma de pensamiento improductivo. La reivindicaci�n de la individualidad radical result� tan subversiva para el esp�ritu gregario del capitalismo que pronto la palabra 'libertino" se convirti� en insulto destinado a esos individuos marginales que rechazaban subsumir su individualidad en lo puramente masivo. No es casualidad que el monasterio regido por el ritmo de la campana sea el antecedente de la f�brica manchesteriana: sabemos hoy que el modelo productivo del monasterio medieval es la matriz de las colonias industriales e, incluso, de muy variados socialismos ut�picos que reconvert�an el viejo dios tronante cristiano en el nuevo diosecillo del trabajo.
Ni siquiera la tradici�n ilustrada se encontr� demasiado a gusto ante ciertas versiones de un amor propio que consideraba contrarias al ?bien com�n?. Incluso Diderot en la Encyclop�die, refiri�ndose a la idea de derecho natural lleg� a escribir: El hombre que s�lo escucha su voluntad particular es el enemigo del g�nero humano. Digamos, en su descargo, que "ese hombre" es el d�spota, todo "voluntad particular", y no el esteta del amor propio individual. Repensar la democracia hoy exige hacernos conscientes de la importancia -y de la irreductibilidad- del individuo, cada vez m�s amenazado por la supremac�a de las grandes corporaciones. El amor propio y el individualismo son, en cambio, formas de resistencia que hallamos en la g�nesis misma de la voluntad emancipatoria. Sin amor propio no pueden existir ni autonom�a moral, ni ciudadan�a real. Cuando suenan los tambores de la globalizaci�n, reivindicar un amor propio "laico" y una cultura de la individualidad, tiene un cierto sentido de provocaci�n gozosa.

II
Hist�ricamente hablando, el tema del amor propio tiene su antecedente en el problema socr�tico y sof�stico del autodominio que, a su vez, es un caso particular de la relaci�n entre el hombre y la ciudad. Si quedan lectores para la �tica a Nic�maco tal vez les sorprenda encontrar en el libro IX, que el hombre de bien: quiere pasar el tiempo consigo mismo, porque esto le proporciona placer (1 166). Es hombre bueno quien se encuentra bien consigo mismo y, por lo tanto, se ama gozosamente antes que a nada y a nadie. Los fil�sofos usan una horrenda palabra, "egoaltruismo para referirse a la idea de amistad en Arist�teles que, en definitiva, quiere decir, tan s�lo, que no puede amar a los amigos, ni convivir en la ciudad arm�nicamente, alguien que no sea, �l mismo, feliz y autosuficiente; pues sin autonom�a no puede haber aut�ntica vida en com�n.
Desarrollada por Epicuro, que llega a proponer la substituci�n de la pol�tica (indiscriminada) por la amistad (selectiva), la idea moderada y entra�able del amor de si, fue un enemigo a batir para el cristianismo. Toda la moral cristiana se establece en �cida pugna con el concepto de amor propio aristot�lico y epic�reo. Los cristianos llegar�n a usar incluso conceptos pensados por el rigorismo c�nico (el desprecio asc�tico del mundo, muy especialmente) para desacreditar la reivindicaci�n aristot�lico-epic�rea de la vida moderada, que sin embargo asoma por doquier cada vez que reaparece el mundo cl�sico. Los cerdos de la piara de Epicuro han sido por siglos lo intolerable, m�s a�n que los ateos, pues a la conciencia desgraciada le parece mejor no creer en nada que creer en el hombre, vil mortal siempre soberbio.
Para el cristianismo el amor propio es el mal, pues se identifica con el n�cleo mismo de lo pagano: el pluralismo, la autosuficiencia, la �ron�a, la individualidad... Fue San Agust�n, en las p�ginas de La ciudad de Dios, quien contrapuso el amor propio, origen de la decadente "ciudad del hombre", al "amor de Dios" caracterizado por la donaci�n absoluta a la voluntad divina (y de paso a la de sus funcionarios eclesi�sticos), paralela al desprecio por lo humano.
No menos radical resulta la tradici�n cristiana de Occidente. Gig�n I (1083-1136), uno de los fundadores de la orden cartuja escribe en sus Meditaciones (32): En nada debes gozarte, ni en ti mismo, ni en cualquier otro sino en Dios. En l�nea directa, hay que recordar a Pascal, en cuyos Pensamientos leemos: El yo es aborrecible (Br, 455) y Quien no aborrece en s� su amor propio y ese instinto le lleva a hacerse Dios, es bien ciego. (Br, 492). En definitiva, para la tradici�n cristiana, amor propio significa autosuficiencia y ego�smo, sentimientos ambos "demasiado humanos" y, por ello mismo, aborrecibles para quien pone sus ojos en Dios. Siendo el cristiano un desarraigado, peregrino en el valle de l�grimas que es la tierra, el amor propio necesariamente ha de parecerle el m�s grave pecado de soberbia. Si en el mundo cl�sico s�lo quien se ama a s� mismo puede amar a su ciudad, que es parte y extensi�n de uno mismo, para el cristianismo, religi�n que nace con una larga lista de agravios contra la ciudad secular, el amor propio constituye la falacia de los sentidos: el pecado es preferir lo contingente y lo sensual a lo eterno y al esp�ritu. Contra ese desprecio del yo y contra la sumisi�n a una instancia transcendente se alza toda la tradici�n ilustrada. Pero ese es otro momento en esta historia.
III
El precepto moderno de amor propio se construye en paralelo a la "religi�n razonable" que, pese a lo contradictorio que pueda parecer hoy el t�rmino, designa un esfuerzo de cr�tica racional, y de purificaci�n de las fuentes b�blicas y evang�licas, ciertamente importante en el siglo XVII. Religi�n racional y amor propio son jalones de la construcci�n de la autonom�a moral desde el racionalismo. El aut�ntico protagonista del Discurso del m�todo se llama "yo". "Yo" es quien piensa, quien existe y quien da sentido a las cosas e, incluso, a Dios... Pascal no se enga�aba cuando dec�a odiar a Descartes porque su filosof�a era la de un ateo. Para la pr�stina tradici�n cristiana primero exist�a Dios y, s�lo despu�s, aparec�a la criatura; pero cuando "Yo" reivindica su raz�n, la reaparici�n del amor propio "libertino" es cuesti�n de poco tiempo. El propio Descartes lo vio claro en Las pasiones del alma (1648), magn�fico tratado moral que, por si acaso, casi nadie lee. Para la modernidad liberal el amor propio y la simpat�a ser�n las nuevas bases de una moral necesariamente constructivista y no-transcendental, en una teor�a con rasgos descriptivos y prescriptivos a la vez. Adam Smith se esforz� en separar ambos conceptos, considerando al amor propio como pesimista y a la simpat�a como optimista (pues, en definitiva, conoc�a el amor propio pesimista de La Rochefoucauld), pero lo cierto es que ambos conceptos recorren el mundo mejor o peor hermanados, opuestos a lo que Bentham llamaba el "principio de ascetismo'. Ser� Voltaire, en el Diccionario filos�fico, quien enuncie sint�ticamente la doctrina ilustrada sobre el tema. Para Voltaire el amor propio es: el guardi�n de nuestras pasiones. Una sociedad libre no puede fundarse jam�s en el altruismo, porque la ciudadan�a es incompatible con la ingenuidad, ni supeditarse a las opiniones puramente masivas que silencian el primordial derecho a la diferencia. En democracia, de los derechos de un humano a los de otro va cero y cuando se altera ese principio queda roto el pacto republicano. Ning�n pacto debe hacerse subordinando el yo, so pena de caer en el totalitarismo: ciudadano es, precisamente, quien puede decir yo sin sumergirse vergonzosamente en un nosotros, sino con todo orgullo. Basta leer a los ilustrados para entender que la democracia no es universalista, precisamente porque no es ning�n principio religioso o salv�fico (a diferencia del marxismo y del cristianismo). La democracia no es abstracta ni universal, como creen los totalitarios, sino la consecuencia del enraizamiento en unas condiciones concretas -m�s morales que de �ndole hist�rica-, que posibilitan la ciudadan�a. No es casualidad que el totalitarismo se inspire en Rousseau, que detestaba la Ilustraci�n hasta l�mites grotescos y cuyo Contrato Social no fundamenta, para nada, la democracia sino el despotismo de la comunidad. No hay argumentos ontol�gicos capaces de fundar la democracia, que se origina exclusivamente en postulados pr�cticos. Y no sirve de nada invocarla en el museo del constitucionalismo para prescindir de ella en la vida moral. La teor�a utilitarista del amor propio considera, casi perogrullescamente, que si cada uno mantiene limpio su portal la calle estar� limpia. Siendo as� que las ideas plat�nicos no existen, no habr� otra causa mejor que mi causa, precisamente por ser m�a. El amor propio volteriano y -a veces- diderotiano es, sencillamente, una estrategia de supervivencia. Contra quienes pasan de contrabando el totalitarismo ampar�ndose en "la totalidad" (la comunidad, el pueblo, la raza, la fe, el porvenir ...), el amor propio tiene como funci�n defender el �mbito del yo, de lo discontinuo y de lo est�tico, el �nico que en definitiva permite reconocer al "t�". Antes que los ilustrados franceses, fue Bernard de Mandeville quien en su F�bula de las abejas (1705) mostr� como los vicios privados provocan, por la exaltaci�n del amor propio, las virtudes p�blicas. Una sociedad virtuosa reducir�a el consumo y llevar�a a la miseria a los m�s pobres. Por el contrario, estimulando el ego�smo racional, el lujo, el consumo y la vida placentera se produce m�s riqueza para un mayor n�mero de gentes. Lo superfluo es, como dir� Voltaire en un poema: eso tan necesario. S�lo porque estoy bien conmigo mismo, porque experimento el bienestar y el placer de vivir, puedo cooperar con los otros en la b�squeda de un placer cada vez mayor y mejor. Naturalmente los comunitaristas diversos, y los kantianos que en el mundo son, empezando por alg�n psic�logo kohlbergiano, pondr�n el grito en el cielo ante semejante aberraci�n. No vale la pena refutar seriamente a los primeros, cuyo jefe de filas, Charles Taylor, ha sido por lo menos coherente al reconocer que su filosof�a arraiga en una teonom�a, tan respetable como imposible de universalizar. Pero es m�s compleja la cr�tica de Kant, cuya lucha contra el concepto de amor propio es inseparable de su pol�mica con Federico Il y, especialmente, con el Ensayo sobre el amor propio (1770) del rey prusiano. En La religi�n en los l�mites de la mera raz�n (primera parte) y en la Cr�tica de la raz�n pr�ctica (I, escolio 2 del teorema 4), por no recordar la Fundamentaci�n (II), Kant afirma que el amor propio, sin ser necesariamente culpable, constituye el mal, estricto e irredento. La malignidad (vitiositas, pravitas) del hombre encuentra en el amor propio el pecado original de la moral, porque le vuelve complaciente. Se podr� objetar que en sus Lecciones de �tica -especialmente en "Sobre la autoestima debida"- admite que: nuestra autoestima no entra�a prejuicio alguno para nadie, siempre y cuando apliquemos a los dem�s el mismo rasero que a nosotros, pero el hecho es que en Kant la �tica no tiene su piedra de toque en la humanidad real, sino en lo ideal humano, que es la ley. El pietista que Kant jam�s dej� de ser muestra as� claramente su at�vico miedo a la autonom�a individual y su pesimismo existencial, tan rousseauniano y abstracto que parece c�mico. La funci�n que se autoasigna la �tica kantiana es la de mostrar que hay otra forma de comportamiento, no ego�sta, que sin embargo puede hacer igualmente feliz al hombre. Bastar�, sin embargo, la lectura de Sobre el pretendido derecho de mentir para alcanzar los l�mites del deber kantiano, su lado m�s totalitario y siniestro. La felicidad kantiana del deber es la felicidad de los tristes: el miedo al famoso fuste torcido es algo estructural en el kantismo. Sirva este breve paseo por el precepto del amor propio para recordar que la filosof�a no surgi� para hacer m�s desgraciados a los humanos, sino para liberarlos del miedo a trav�s del uso de la raz�n. Una �tica sin amor propio llevar�a a la desaz�n nihilista e instrumental m�s extrema. La sociedad democr�tica no puede existir sin ciudadan�a, es decir, sin sujetos activos; y el sujeto se merece decir "yo" en voz bien alta, como actor de su propia historia y no de la que algunos tutores pretendan escribirle. El amor propio y la autonom�a moral -que tiene en el disidente a su �ltimo h�roe- constituyen el primer pelda�o en la reivindicaci�n de la democracia, contra cualquier tentaci�n organicista.


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