Elvio Gandolfo es un escritor notable. Tiene varios libros cuya morfología puede ser -a simple vista- la de la prosa, pero su información genética es la de la poesía. La Reina de las nieves, Caminando alrededor, dos grandes textos. Bueno, una tarde, en su casa de Buenos Aires -no sé si lo hace todavía, pero en ese entonces vivía saltando entre Buenos Aires y Montevideo- me leyó un texto de un libro suyo que se mantiene inédito aún hoy.
Era un libro sobre escritores que le gustaban y que, también, había tratado. El capítulo en cuestión trataba de El Zorro, un sobrenombre que Elvio le había puesto a un escritor que ambos admirábamos y que, también, había formado parte de nuestras vidas en diferentes momentos. Me parece que el apodo es genial y lo voy a utilizar yo también en esto que quiero contar.
La primera noticia que tuve del Zorro vino de la mano de Daniel Durand. En ese entonces teníamos maratónicas reuniones en su casa, con un grupo de amigos con los que hacíamos una revista que se llamó 18 Buitres. Después de la reunión, nos tirábamos a la marchanta en los sillones, almohadones, piso, etc., para leernos cosas, escuchar música y fumar. En uno de esos retiros espirituales, Durand me pasó un libro muy finito y me dijo que el autor era entrerriano, como él, y que la rompía escribiendo. Era el Zorro. El libro se llamaba La Piel de Caballo. Y Durand tenía razón: era genial.
Por esas vicisitudes de la literatura -algo que ahora francamente me espanta, como las presentaciones de brolis, pero de lo que en ese entonces era asiduo- conocimos al Zorro. Habíamos escuchado que era un tipo difícil, que había formado parte del mítico Literal, con la delantera García-Guzmán-Lamborghini y poco más.
Con el tiempo, llegué a ser amigo del Zorro. Que es lo mismo que hacerse amigo de una araña pollito. El Zorro solía pasar por mi casa una vez por semana para tomar un vino e invariablemente ambos terminábamos borrachos. Pasaron los años, cambiaron los gobiernos, algunos amigos se reprodujeron y llegué a mis treinta con una falla en alguna parte de mi ánimo. Caronte me había inclinado el partido y casi no podía salir de mi casa si no me bajaba una colección de barbitúricos.
El Zorro me dijo que fuera a nadar, que eso servía para combatir la depresión. El era un veterano del pánico y sabía. También me dijo que lo que yo tenía era El Horla. Que Maupassant había escrito -antes de terminar loco- un relato increíble sobre él y que, ¡oh casualidad!, el Zorro había traducido. Me regaló la edición junto a un libro suyo de los setenta, llamado La Obsesión del Espacio. Este libro de poemas también era genial.
Hace poco el Zorro enfermó. Con Santiago -un amigo que también escribe poesía y que le debe mucho a los libros del Zorro, tanto que uno de sus libros lleva su nombre- lo acompañamos para que se haga una resonancia magnética en un sanatorio de su obra social. Era un domingo por la noche. El Zorro tiene dificultades para caminar (lo hace como un pingüino embolsado), así que lo pasamos a buscar por su casa y lo llevamos y trajimos en taxi.
Ya en el sanatorio, nos sentamos en la sala de espera, uno a cada lado suyo. Frente a nosotros estaba sentada una pareja formada por un rugbier vestido impecablemente en Legacy y una mujer rubia que tenía los ojos rojos post llanto. El rugbier, de a ratos, la abrazaba. El Zorro es sordo, así que habla en voz alta. Decía cosas como: "¡En los libros de Osvaldo Lamborghini no se mueve nada!". O: "¡La parodia es insoportable!". Hasta que una enfermera nos anunció que le había llegado la hora.
Lo ayudamos a levantarse mientras el médico nos informaba que uno de los dos teníamos que pasar con él. Fui yo. Pasamos a un vestuario donde ambos teníamos que sacarnos los relojes, cadenas, llaves, etc. El Zorro se tuvo que sacar el audífono. Entonces vino un médico y , dándose cuenta de que el Zorro no lo iba a escuchar, optó por hacerme preguntas a mí sobre la salud del paciente: qué enfermedades había tenido, si era alérgico, etc. Le dije que se fijara en la historia clínica porque yo no sabía mucho sobre él. Me acuerdo que pensé que era poco lo que sabía en verdad sobre El Zorro. "¿Pero usted no es pariente?", me dijo el doc. "No -dije, buscando las palabras justas, como Urondo-, soy un fan". El tipo es un gran escritor, agregué. El médico hizo silencio y me preguntó cómo se llamaba. Se lo dije. Más silencio. No, nunca lo leí, me dijo.
Después El Zorro, yo y el médico entramos en recinto similar a un estudio de radio, pero, en vez de la mesa con los micrófonos había una camilla donde hacían recostar al paciente. Una vez puesto ahí, la camilla se movía hasta penetrar en un especie de horno y un ruido poderoso sonaba por todo el recinto. La mitad del cuerpo del Zorro estaba adentro de eso. Yo me senté a su lado, en una silla de plástico y me puse unos auriculares que me dieron. Después de media hora, lo sacaron afuera, pero no lo bajaron de la camilla. Entró uno de los médicos que accionaba la máquina y sacando una jeringa, le inyectó algo al Zorro en el brazo derecho. "Es para tener más contraste", me dijo. Después le volvieron a dar otro golpe de horno magnético.
Ahora me río, porque me acuerdo que la primera vez que lo sacan, el Zorro -como si la conversación de la sala de estar continuara- me dijo: "¡Basta de parodia!". Me acuerdo también que el médico que lo inyectaba me miró como preguntándome si estaba loco.
Hace unos días almorcé con Daniel Helder, otro amigo que también escribe poesía. Me contó que lo había ayudado al Zorro en su última mudanza. Las mudanzas del Zorro son míticas, de hecho, en las cotratapas de sus libros -que el mismo escribe, como Odracir Nazarayes, cambiando las letras de su nombre- se dice que ha perdido infinidad de novelas inéditas saltando de hotel en hotel. Helder me contó que El Zorro estaba sentado en un colchón pelado, como un mono desnudo, mientras él y otros le movían los muebles. De golpe, me dijo, me encontré con una foto vieja, donde él estaba muy joven, corriendo, vestido de deportista. "¡Qué estás mirando!", le gritó El Zorro. Y cuando Helder le pasó la foto, El Zorro la agarró con la mano y la puso a un brazo de distancia y desde ahí la escrutó, casi en trance.
Dicen que El Zorro era un tipo muy fachero. Que siempre estaba vestido de manera elegante. Bilingüe, solía gastar a Guzmán, García y Lamborghini a quienes llamaba, despectivamente, “los analfa”. En fin, un tipo escribe unos libros muy flacos, de pocas páginas. Y para algunos se convierte en el mejor escritor de mundo. De hecho, ciertos lugares donde suceden sus relatos, se modifican para siempre en la percepción de sus lectores. Algunas de las palabras que él utiliza, se vuelven más intensas y le sirven a otros para decir algo que no sabían cómo hacerlo. Y más. Cuando el partido se complica, aparecen tipos que, desinteresadamente, lo ayudan a ser más digno frente a las insistencias de Caronte. Sólo porque escribió.
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