miércoles, mayo 10, 2006

La cueva de Jerry, by Fabián Casas

(Este texto -el inicio al tuntún de una novela en curso- tiene la única función de arengar a Pol Strozza para que lo baje y postee something).

A los nueve años me enamoré de una chica. Era invierno y estábamos en el colegio. Llegó el verano y comprobé, horrorizado, que coincidíamos en la pileta de San Lorenzo. Jorge Rinaldi, uno de los jugadores más grandes que vi en mi vida, también se paseaba por la pileta. Era algo así como un guardavidas. El cuidaba que no nos hundiéramos en la de tres metros. El problema, con la chica dando vueltas por ahí, era que yo no sabía nadar. Así que le puse garra y aprendí solo. Iba por la mañana bien temprano y le daba y le daba. A la semana, ya me tiraba de cabeza, practicaba un crawl berreta y hasta me daba el lujo de tirarme desde el trampolín.

Nunca pude aprender nada sistemáticamente. Siempre tuve que aprender todo por mi cuenta. Soy un estafador. La canción "A mi manera", que canta Sinatra, me viene justo. He sido terapeuta, periodista, boxeador, artesano, cocinero, mecanógrafo con dos dedos, etc. Algunos dicen que soy poeta y que formo parte de la generación del noventa. No puedo desmentir a nadie, porque todo es mentira.

Cuando empecé a escribir poemas largos, un poeta que yo admiraba mucho, me dijo: "¿Para qué te metés a escribir poemas largos si los poemas cortos tuyos están bien?". No le hice caso. Después empecé a escribir relatos y vino la misma cantinela. Ahora estoy aprendiendo karate. Tengo un instructor que se llama Koki. Es japonés y tiene casi la mitad de mis años: 21. Le dije que quería que me pusiera de movida el cinturón negro y que, de ahí en adelante, me fuera degradando hasta llegar al blanco. Me miró fijo y no me contestó. Casi no habla castellano.

La primera de estas tres historias que de manera insensata me veo empujado a escribir habla de un niñín. Lo conocí hace muchos años y ya no está entre nosotros (Dios lo tenga en la gloria). Era un niñín, pero todos le decíamos El Hombrecito. Se parecía al Principito de Saint Exupery pero con hidrocefalia. Como las personas que tienen los días contados, vivía como un haiku. Es decir, profundamente y de manera vertical. Todos deberíamos hacerlo así.

El nombre de Guido Gidotti, que aparece en los dos relatos posteriores, lo tomé de un compañero que tuve en el diario Olé, donde trabajé varios años. Puede ser que parte de este relato esté motorizado por lo mal que me caen los periodistas deportivos. La verdad, los detesto, amigos. Sergio Narváez, el otro personaje, ya apareció en "Casa con diez pinos", de Los Lemmings. Esta vez tiene que guiar a un filósofo que se llama Fernando Sanater. La cosa es tan obvia que ni vale la pena explicarla. Sí, es de cuarta. ¡Pero yo no soy Bertrand Russell!

Este prólogo tiene la única misión de ponerme en marcha. Como decía César Vallejo: me pongo el piloto no porque está lloviendo, sino para que llueva. También en los relatos aparece brevemente un fragmento de una novela de Ciencia Ficción: "El remisero absoluto". Y los personajes se divierten con un programa nocturno llamado "Sardina y Bob". Todos homenajes a mi admirado amigo Pedrito Mairal.

Una vez, en los campeonatos Evita, tuve que patear un penal decisivo. El arco, que era de siete metros, se me achicó hasta parecer la puertita de la madriguera de Jerry, el ratoncito. Eso es lo que siento cuando empiezo a escribir.

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