lunes, febrero 19, 2007

Cartas de Iwo Jima

Uno de los primeros compilados de éxitos de Elvis Presley recibió el desafiante e inspirado título de “50 millones de fans de Elvis no pueden estar equivocados”. De acuerdo, pero ¿pueden estarlo los de Clint Eastwood? Últimamente, cada vez que el curtido realizador norteamericano estrena una película, recibe loas casi unánimes de la crítica, montones de premios y, muchas veces, también el favor del público. De ser un aprendiz de Don Siegel, Eastwood se convirtió, para sus fans, en el heredero de John Huston y Raoul Walsh, el último de los grandes autores clásicos. Son pocas las voces que desacuerdan. La prestigiosa revista canadiense Cinemascope es una de ellas: “El célebre estilo de Eastwood, ponderado por su eficacia, es en realidad el producto de su aproximación perezosa a secuencias técnicamente demandantes y de su persistente falta de curiosidad y complejidad”. Su nuevo proyecto es el más ambicioso de su carrera: consiste en dos películas complementarias, rodadas “back to back” aunque con elencos íntegramente distintos. La primera, La conquista del honor, narra la toma de Iwo Jima desde el punto de vista norteamericano y, en particular, la manipulación que sufrieron los soldados que aparecen en la célebre foto que retrata el izamiento de una bandera en el monte Suribachi, una imagen que se convirtió en la representación más acabada del concepto “victoria”. Los soldados y la instantánea fueron utilizados como propaganda por el gobierno norteamericano para exaltar el sentimiento patriótico y recaudar fondos para la guerra aunque, tal como muestra la película, la foto fue manufacturada (no fue, como se pretende, la captura de un momento único sino que los soldados posaron) y la victoria todavía estaba muy lejos. El segundo film, Cartas de Iwo Jima, narra la misma batalla, pero desde el punto de vista japonés y se centra, con un pulso narrativo bastante más moroso, en las historias personales de soldados y oficiales, viñetas mínimas que pretenden humanizar a quienes fueron, junto a los nazis, los monstruos mas recurrentes del cine bélico norteamericano. De eso se trata esta segunda película: es la inversión de un cliché. La primera ofrece la visión habitual del enemigo de los Aliados: sin rostro, cruel, inhumano. La segunda hace lo mismo, pero al revés: los norteamericanos son presentados irónicamente como rubios lácteos, indiferenciados y amenazadores, superiores en número y fuerza; mientras que los japoneses tienen rostro, densidad, sentimientos, en suma, humanidad -apenas son un poquito fanáticos en la preservación de lo que entienden por “honor”-. En la escena más melodramática del film, el oficial Nishi, noble japonés, campeón olímpico de salto ecuestre, amante de los animales y amigo de Douglas Fairbanks, lee, conmovido, la carta de la madre de un soldado norteamericano capturado (“haz siempre lo que es correcto”, dice la carta), al que curaron de sus heridas y ofrendaron la última morfina. Más tarde, un soldado japonés comenta que su madre le envió exactamente el mismo mensaje. Fiel a una ideología que se transmite de film a film (Million Dollar Baby era la historia de una mujer joven y pobre que prefiere morir a no ser “libre”, a quedar postrada: una idea que capta perfectamente el pulso de un país que manda a sus jóvenes y pobres a la guerra “por la libertad”), el republicano Eastwood, aun cuando quiere parecer crítico, siempre se pone a tono con el discurso más reaccionario. La única forma que encuentra el realizador de otorgar humanidad a los japoneses es asimilándolos a los norteamericanos: sus madres les dicen las mismas cosas, tienen los mismos miedos que “nosotros”. Ese es el sentido de hacer dos películas especulares: “ellos” son nuestro reflejo, son como nosotros. “No queremos otros mundos, queremos espejos” escribió el genial Stanislav Lem en Solaris. En el clima político impuesto por Bush, la única forma de tolerar al otro, a “ellos”, es volviéndolo “nosotros”: imponiendo por la guerra la “democracia” y el estilo de vida norteamericano entre los enemigos. La contrapartida de esta forma imperial de entender el mundo seria la idea de “hospitalidad”, un concepto desarrollado por el filosofo Jacques Derrida que supone aceptar al otro sin condiciones, abrir las fronteras, la casa, hasta la propia lengua, a la influencia del otro sin pretender asimilarlo. Eastwood ofrece su hospitalidad a los japoneses, siempre y cuando sean exactamente iguales a un buen norteamericano.

Director´s cut de una nota aparecida en Rolling Stone.

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