Este fue el campeonato de mi viejo. Lo sentí en cada una de las fechas en las que lo acompañé a la cancha. Fue, también, un campeonato familiar. Los tres hermanos y mi viejo, junto con amigos suyos de la infancia, tuvimos un ritual: nos juntábamos en la pizzería San Antonio de Garay y Boedo, comíamos una pizza genial y desde ahí mi viejo y sus amigos iban en auto o en colectivo -dependía de sus ganas y de sus urgencias por estar con el culo sobre los asientos de la Platea Norte-, mientras los tres hermanos bajábamos en silencio hacia el Bajo Flores (no solemos hablar mucho entre nosotros), fumando un porro que suele armar casi siempre el Dragón.
Ese ritual de caminar los tres juntos me hacía acordar a uno de mis finales preferidos del cine. El final de La Pandilla Salvaje, cuando los cuatro pistoleros salen a buscar su amigo capturado por los soldados mexicanos. Aunque saben que van a ser boleta, van igual. No porque esté escrito que tengan que hacerlo, sino porque no pueden no hacerlo.
Y así, fecha tras fecha, llegamos, mi viejo y yo, a la noche dramática en la cancha de Argentinos Juniors. Contra el equipo de El Oficinista. En una cancha donde vale pared y también vale molinete. Nos fuimos preocupados esa noche, después del empate. Hasta que se cayó Boca y dopo Estudiantes. Y tuvimos que esperar toda una semana para el partido del año.
Fue difícil verlo con tanta gente. La popular, donde estábamos con mis hermanos, estaba desbordada. Uno pegado con el otro, al igual que los hermanos siameses Chang. Y entre las banderas, las avalanchas y los codos y los golpes miramos el partido como si lo viéramos a través de la puerta de la cueva del ratoncito Jerry. Pero así, a través del ojo de la cerradura, vi los cuatro goles y el penal a Lavezzi.
El Cholo Simeone les mostró una película a sus jugadores para que salgan a ganar todo. Ramón Diaz, en cambio, filmó una película y les dio el protagonismo a los suyos. El guión era perfecto: gente desterrada, golpeada, traidores en potencia, postergados... Todo un equipo predispuesto para la conversión.
Ahora recuerdo los diez minutos finales del partido, con el mantra de la hinchada -mejor, dentro del mantra de la hinchada- que repetía "dale campeón/dale campeón". Recuerdo que en mi cabeza crecía un aleph de imágenes, de seres queridos que ya no estaban, de la primera vez que en un colchón pelado vi por TV en blanco y negro al San Lorenzo - River del 72 y de cómo mi viejo, cuando volvió de la cancha, me alzó, afónico. Me acordé también de mi viejo gritándole a Biaín: ¡Baian!. Y a Coloccini: ¡Colochono!. Del gringo Scotta y su pegada asesina, de la Oveja Telch en las figuritas superchapitas...
Así, tomados por el arquetipo azulgrana, llorábamos abrazados con mis hermanos y amigos. Una vez le preguntaron a un ciego de nacimiento si ser ciego era como mirar con los ojos cerrados. No, dijo el tipo, ser ciego es como querer mirar con la mano. Anoche mi mujer me preguntaba cómo podía ser que yo me volviera loco por una camiseta de un club de fútbol. Se lo iba a tratar de explicar, pero me di cuenta de que, simplemente, era como tratar de mirar con la mano.
We are the champions, my brothers.
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