martes, noviembre 04, 2008

Elogio de la sombra, by Fabián Casas

Fernando Cabrera suele versionar en vivo "Muchacha ojos de papel", de Luis Alberto Spinetta. Escucharlo tocar ese tema es una experiencia singular. Cabrera hace una apropiación crítica de esa canción fundacional del rock argentino. De alguna manera, desde la periferia, donde él suele plantarse, lo sobrevuela y erosiona, resignificándolo. Como suele hacer la deconstrucción francesa, el compositor uruguayo cuestiona el centro para que podamos escuchar "Muchacha..." bajo una nueva luz. A mí me tocó entrar a Cabrera escuchando extrañado esa versión inaudita. Más que la emoción, me picó la curiosidad. Con el tiempo, llegaría también la emoción.

Fernando Cabrera ha publicado ya muchos discos, y desde muy joven fue reconocido por sus pares y por sus mayores. Grabó con Mateo, tocó con Darnauchans y Jorge Drexler -el uruguayo de exportación- nunca paró de elogiarlo y de reconocer su influencia. Se sabe que Jaime Roos no suele hablar de nadie. Hay, por lo menos, dos tipos de tono uruguayo, uno que parece venir de la esencia de los tambores negros, un cantito particular y coloquial que tiene en su esencia algo mineral -si esta imagen puede ser posible- y otro tono más grave, como la voz de Roos, que parece más bien la de los homosexuales reprimidos que intentan -para ahuyentar sospechas- parecer muy machos.

Cabrera tiene la particularidad de que no parece preocupado por parecer nada. No parece un músico moderno, no parece un poeta, no parece un profeta... La estética de sus discos también es interesante para comprenderlo. Las tapas son horribles. Fotos directas sin ningún discurso semiótico escondido a la manera de las de Dylan -para nombrar otro songwriter- ni ningún tipo de genialidad. Por lo general está Cabrera recortado sobre fondos verdes, lilas o rojos. Casi siempre tiene una guitarra en las manos. La estética de sus tapas me hace acordar a esa gente que, cuando hace frío, se pone el pullover que tiene a mano y no se preocupa por si el cuello redondo deja afuera el de la camisa. Cabrera no está a la moda ni está, de forma estudiada, fuera de la moda. Es un tipo común. Pero la música que compone es genial. Escuchar un disco de Cabrera es una experiencia, al principio, aburrida. De hecho, el tipo de sonido que usa no es muy amigable. No tiene hits, no tiene arreglos demagógicos y no suena para nada moderno. La música no tiene packaging. Parece que no intentara venderse o no supiera bien cómo hacerlo. Sin embargo, con el correr de las escuchas, los esqueletos fosforescentes de los temas empiezan a reverberar y las letras pegan latigazos que provocan admiración y emoción. Admiración por la arquitectura osada de la forma, y emoción por la precisión de las imagenes: "te fuiste de mi vida/ te di un abrazo de despedida/ la oscuridad devora y no convida". Fernando Cabrera puede empezar una canción que a priori promete un estribillo, pero ese estribillo no vuelve nunca como lo pediría un tema tradicional. O tal vez la empezó como una balada y de golpe se rompe en un grito bagualero para terminar con frases jazzísticas o acordes piazzollianos.

Hace un par de días lo vi en vivo en un teatro porteño. Por un costado del escenario alguien tiraba humo blanco. Me acuerdo que ese efecto me resultó caricaturesco como pocas veces. ¿Para qué sirve ese humo?, parece preguntarnos la música de Cabrera. Frente a la potencia de sus temas y la parsimonia de su estar en escena (Cabrera casi no se mueve, o se mueve como los muñecos del Capitán Escarlata), cualquier acción cosmética resulta inútil. A Cabrera se lo va a escuchar. Cabrera no es creado por el público, el crea al oyente en ese movimiento siempre peligroso porque, tal vez, el espectador al que están destinados sus temas quizá no aparezca nunca.

Hay música que está fechada y sólo basta con dejar pasar el tiempo para que los oropeles se pongan en mal estado, como un yogur vencido. Por ejemplo, el bajo musculoso de Pedro Aznar. A veces pienso que sería bueno escuchar los hermosos temas de Serú Girán naked del bajo de Aznar. Con Fernando Cabrera, en cambio, uno primero cae en la ilusión que todo el tema está fechado, es inactual o pasado de moda, para después comprender que está escrito en un lenguaje extraño. No se alimenta del brillo, sino de las sombras, que permiten sugerir y dejar ver mejor las sensaciones. En ese sentido Cabrera es oriental, pero no por uruguayo, sino por japonés. En el libro "Elogio de la sombra", del novelista Junichiro Tanizaki, se habla del excesivo culto del brillo de los metales del mundo occidental y se lo contrapone a los colores más oscuros de la cultura japonesa y a la forma en que estos pueblos dejan que una pátina de suciedad se adueñe de sus objetos para que sean dignos representantes del paso del tiempo, del que no se puede escapar. Quizá en esa actitud japonesa esté el misterio de la música del uruguayo. Sus canciones tienen adheridas el paso del tiempo y el acontecimiento de las generaciones. Pueden narrar la historia del Uruguay o contar cómo un hombre es invitado al casamiento de su antiguo amor. La percusión puede venir tanto de una batería o de una cajita de fósforos. Presenciar un recital de Cabrera produce inmediatamente ganas de componer música, se sea músico o no. Porque lo que él hace en escena es narrar las posibilidades insondables que puede tener nuestra vida, ese cliché que se preocupan por perpetuar la religión, los políticos y el mundo del espectáculo.

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