Hay por lo menos dos Michael Jackson, y eso no sólo tiene que ver el insólito cambio de fisonomía a fuerza de quirófano del Rey del Pop fallecido esta semana. Uno es el que revolucionó la música negra con dos discos extraordinarios: "Of the Wall" (1979), inicio de su relación con un personaje fundamental en su carrera, el productor Quincy Jones, y "Thriller", continuidad de ese vínculo y divisoria de aguas en la historia de la industria musical: cuarenta millones de copias vendidas, siete cortes de difusión convertidos en hits sobre nueve tracks, ocho Grammys y una persistencia inusitada en el imaginario popular planetario. El otro es el que protagoniza una historia cuyo desarrollo sirve perfectamente como modelo ejemplificador para los razonamientos que objetan experimentos inescrupulosos como "Bailando Kids".
El chiquito que rezó en el trampolín, implorándole a Dios por "el disco más vendido de todos los tiempos" antes de saltar a la piscina -el propio Jackson lo reveló en el libro "Moonwalk (1988)- y, según confesó más tarde, recibíó unas cuantas palizas del inapelable Joe, antes que padre, manager de mano dura de los Jackson Five. Ese chico fue el adulto que años más tarde no puedo tolerar retroceder ni siquiera un centímetro en términos de fama, ventas y éxito, ese objetivo al que la libido de la sociedad está apuntada desde que los medios de comunicación de masas funcionan como aparato ideológico por excelencia. Cuando Michael pensó que con los asombrosos números de "Thriller" no era suficiente, empezó su camino hacia ninguna parte: intentó evitar que Quincy Jones recibiera un Grammy por su trabajo, compró los derechos del catálogo de la banda más popular de todos los tiempos, The Beatles, se enredó en matrimonios mediáticos, emprendió viajes a lugares exóticos, sugirió que era un personaje clave para el derrumbe del comunismo e intentó revelarse como protector de los niños de todo el mundo, un afán que terminó despertando más sospechas de perversión que verdadera filantropía.
El día que Jackson cedió su megaéxito "Beat It" al entonces presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan para que sea utilizado en una campaña televisiva que alertaba sobre el peligro de tomar alcohol entes de conducir, se ocupó de chequear el contenido de la campaña y la aprobó con firme convicción: una de las imágenes mostraba la mano de un esqueleto tomando la de una persona viva, obvia referencia al fresco de la Capilla Sixtina que muestra a Adán tocando la mano de Dios, como advirtió lúcidamente el crítico y ensayista norteamericano Greil Marcus. Michael se proponía gustoso como deidad, sin saber que esa manifestación inequívoca de megalomanía suponía, antes que su consagración personal, un camino sin retorno. Si, siguiendo con el análisis de Marcus, los Sex Pistols habían propuesto al público que eligiera decir sí o no a ellos, al trabajo, al ocio, a Dios y al Estado, activando así la impresionante revolución punk, Jackson -con su omnipresente "Thriller" como mascarón de proa- logró el dudoso triunfo de que nadie pudiera elegir: no tenía por qué gustarnos, sólo había que admitir que formaba parte de nuestras vidas. Como pretenden la TV, la religión y todos los dogmas de esta era de la hipercomunicación, que acaba de perder a uno de sus íconos más significativos.
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