Aquí recuperamos un viejo escrito de Norberto Cambiasso, amigo de la casa, sobre Nick Drake. Agradecemos la gentileza de Norberto. Que lo disfruten.
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Hay algo evasivo en el alfabeto de la desolación al que las canciones de Drake parecen remitir. El solapamiento de una vocal intentando conjurar la diferencia capciosa entre lo inocuo y lo inicuo, entre la inocencia que ya no será y la injusticia que siempre ha sido.
Sus versos no se dejan apresar en palabras, evitan la paráfrasis con la misma turbación que trasuntan los inéditos acordes de su guitarra. Sus temas transmiten un tono general de desamparo, agravado a medida que Nick se hunde, en mansa pesadumbre, ante un mundo cuyas complejas coordenadas de egoismo y falsedad no alcanza a comprender.
Su vida pareciera describir la parábola del individuo romántico, de una subjetividad atrapada sin esperanza en el corsé de unas relaciones sociales cuyo único rostro visible es siempre el de la inhumanidad más flagrante. Pero no. Nada hay de literatura en la existencia de Drake, aunque haya escrito algunas de las páginas más brillantes de la lírica rockera.
Ni la malsana fascinación de Jim Morrison con su propio personaje, ni el abrumado existencialismo de Ian Curtis. Como alguna vez dijo Daniel Renne, aunque siempre permanezcamos cerca en la esperanza de atrapar la sentencia completa, no alcanzaremos nunca a capturar del todo las leyes inhumanas de su sufrimiento. Drake, por omisión y ausencia fue, en definitiva, lo contrario del artista torturado que llena, con delectación sospechosa, las hojas amarillentas del extenso catálogo del pop.
Casi hubiésemos creído que no pertenecía a este universo, que habría logrado su propio universo autónomo, hecho de tristísimas canciones y poesía francesa. De no ser, claro, por la sobredosis de Tryptizol -un antidepresivo recetado por su siquiatra- que acabó con su corta vida de apenas 26 años un 25 de Noviembre de 1974.
Aún hoy, se buscan las claves de su vida y de su muerte. En las peregrinaciones a su tumba de tantos fanáticos que antaño le fueron esquivos a la hora de comprar sus discos, adormecidos en las bateas de ofertas. En el intento de escribir su primera biografía, dificultosa tarea que recientemente concluyera el periodista Patrick Humphries, con más entusiasmo que documentación.
En la perseverancia tenaz por descifrar el desventurado mutismo que encierran sus canciones. Todo se ha demostrado inútil: la imposibilidad de comunicarse con sus semejantes; las escasísimas presentaciones en vivo, siempre mirando sus zapatos por temor a enfrentar a la audiencia; la única entrevista que concedió; el fanatismo que su talento generaba entre quienes lo conocían o esa eterna insatisfacción que algunos tildaban de aristocrática mientras otros preferían callar, convencidos de que ciertos enigmas personales se le escapan aún al entendimiento más prodigioso.
Jalones apenas que alimentaron la leyenda en la misma medida en que opacaron la realidad, siempre más rica, menos concluyente que los discursos y las teorías.
Permítanme contrariar la interminable sucesión de lugares comunes que se han tejido en torno a su doliente personalidad. No creo que haya secretos en Drake. Sí, en todo caso, cierta incomodidad que la quebradiza voluntad de Nick pudo convertir en tres discos sublimes, en un refugio parcial que el tiempo revelaría estéril. A nosotros, más mundanos y menos geniales, nos resta tan sólo la admiración silenciosa.
El misterio de su indecible melancolía se transparenta, irónicamente luminosa, en surcos que congregan sensaciones que pretendíamos enterradas. La música de Drake abre heridas que las reglas de este mundo absurdo exigen mantener siempre cicatrizadas. Allí radica tanto la magia incuestionable como el mensaje embarazoso. Tal vez, la realidad se parezca a como la canta -o la sufre- Drake. Sin embargo, los demás seguiremos dispuestos a canjear la lucidez momentánea y la emoción frágil de una sensibilidad extrema por cierto sentido común que nos desvíe de la senda de la desesperación.
Surgido de la conjunción del entusiasmo y la confianza, Five Leaves Left (1969) alumbra un songwriter que cambiaría los cánones del género. El precio obligado de todo pionero, pasar desapercibido entre sus contemporáneos. Algo que Drake, tan vacilante en su autoestima, terminaría pagando con su propia vida.
Lo cierto es que un miembro de Fairport Convention lo ve cantar y se lo recomienda al productor Joe Boyd, quien por entonces tenía un sello -Witchseason- donde se dedicaba a editar lo más granado del folk británico. Con el tiempo, el interés notorio que Boyd concedía a sus artistas le ganaría la confianza y la amistad de Nick. Resulta difícil hallar un precedente para lo que se escucha en este álbum.
Acude a mi memoria el "If I were a Carpenter" de Hardin en la versión de Bobby Darin y poco más. Si bien es el tiempo de Donovan, de Tim Buckley y de Van Morrison -a quien se lo comparó en sus comienzos-, ninguno de ellos roza siquiera el matiz encantatorio de su voz, la confidencia de un tono que no se eleva jamás. Los barrocos arreglos de cuerda de su amigo Robert Kirby y la ayuda de los miembros de Fairport Convention arropan los intangibles acordes de la guitarra de Drake, un maestro del contrapunto que teje complicadas progresiones de arpegios con cuatro dedos mientras su pulgar acaricia continuamente las cuerdas bajas de su instrumento.
Five Leaves Left disipa una suerte de Arcadia ya de por sí evanescente. Así, reescribe e invierte una tradición continua de la literatura y la música británicas: de Wilde y Wordsworth a Morrisey y los Smiths. El genio melancólico convierte al pretérito en un condicional que impide la aprehensión de un presente irreconciliable. La naturaleza, a diferencia de los románticos ingleses del pasado siglo, aparece como un dato incómodo. En lugar de una suerte de consuelo pastoril, es la cifra que denota lo irrecuperable de la inocencia perdida. Se ha hablado mucho de la influencia de William Blake y los simbolistas franceses en este joven que supo abandonar la carrera de Letras en su último año. Pero es la sombra de Wordsworth aquello que parece conjurar la sencillez epigramática de sus versos. El pesimismo de Drake crea un tiempo circular que demuele cualquier pretendido paraíso artificial.
De Bryter Layter (1970) se ha dicho que es su álbum ciudadano. Junto a los conocidos de siempre aparece John Cale, artista de Island a quiénes, por aquel entonces, Boyd había vendido los derechos de su productora. El encuentro de dos notables resulta en un par de canciones bellísimas: "Fly" y "Northern Sky", considerada por muchos el momento más alto de una carrera hecha de borrascosas cumbres. "At the Chime of a City Clock" fotografía la ciudad en blanco y negro, tratando de aprehender ese ritmo continuo de noches que suceden a los atardeceres; mientras en "Poor Boy", entre la autoconmiseración y la autoparodia, asoma una sonrisa. "One of These Things First", en cambio, da la clave del disco. La enumeración de lo que podría haber sido se troca en el lamento de lo que ya no podrá ser. La necesidad de elegir es uno de los motivos que solían sumir a Drake en apesadumbrado silencio.
En definitiva, Bryter Layter es lo más parecido a la celebración para un hombre que jamás pudo admitir esa palabra en su vocabulario. Kirby, su amigo de Cambridge, agrega arreglos de bronces y cuerdas. El resto se atreve con ritmos más jazzeados y hasta alguna que otra bossa nova. Nick se acerca tanto a la perfección que casi podría tocarla con sus largos dedos.
Pink Moon (1972) parece anunciar que, en las delicadas manos de Drake, hasta la rigidez cadavérica se transformará en algo hermoso. Hace ya tiempo que él y su entorno se han vuelto enemigos inconciliables. El disco testimonia su autismo incipiente, el aislamiento expresado en canciones de desgarradora belleza. Tan sólo su voz y su guitarra -con algún piano sobregrabado- acompañan este último esfuerzo, la eternidad en media hora.
El rigor esquelético de "Know" o el instrumental "Horn" dan el tono de un disco despojado, con acordes que se sostienen en una única nota, como torvas campanadas que anticipan lo que vendrá. La intensidad de Pink Moon debilita las palabras, amerita apenas la reverencia respetuosa ante tanto sufrimiento trastocado en genio. Antes y después, la nada. Sus agotadas fuerzas alcanzaron a dejar el demo de su último álbum en la recepción de Island. Ni una palabra, ni una nota. Varios días después, cuando decidieron escuchar ese paquetito misterioso, se dieron cuenta de que era el nuevo disco de Nick Drake.
Murió en su habitación, en la casa de sus padres, con un Concierto Brandenburgués en el tocadiscos y luego de regalarle a su madre un ejemplar del Mito de Sísifo. Como en sus épocas de estudiante, cuando era un prometedor atleta que batía records en los cien metros llanos, el mundo está todavía tratando de alcanzarlo.
Toda la obra de Drake está compilada en Fruit Tree, una caja de cuatro CDs que incluye sus tres discos y otro póstumo -Time of No Reply- más un booklet con las letras y una pequeña biografía escrita por Arthur Lubow. El sello, Hannibal Records, del cual Joe Boyd es su propietario. Distribuye Rykodisc. También se consiguen por separado.
Existen algunas recopilaciones: Heaven in a Wild Flower (Island, 1985), otra aparecida en el '72 sólo en USA, de nombre Nick Drake (ocho temas de sus dos primeros LPs) y la más reciente Way to Blue (Island, 1994). Si cuenta con el dinero suficiente, no vacile: compre la caja y escuche a Drake del principio al fin.
Hace un par de meses apareció su primera biografía. El título, Nick Drake: The Biography. El autor, Patrick Humphries, un crítico de la revista británica Mojo. La editorial, Bloomsbury. Se consigue por la no tan módica suma de 19 libras.
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