jueves, diciembre 21, 2006

La repetición, by Fabián Casas

Mi hermanito menor -que ahora es mi hermano mayor- tenía, mezclado entre su colección añeja de discos de Kiss, a Nevermind, de Nirvana. Estoy hablando de mediados de los noventa. Creo que me llevé el disco a mi casa y lo puse varias veces. Ni fu ni fa. En realidad yo estaba sugestionado porque había visto a Nirvana varias veces en MTV, que para mí era como esos locales de comida rápida pero de la música.

Sí, Nirvana era -para alguien que no veía mucha televisión- sinónimo de la garcha de MTV. Por otro lado, siempre fui fanático de los Pixies. Cuando digo fanático quiero decir que me gustan todos los discos de la banda de Frank Black. A veces, uno dice que le gusta un grupo porque les gustan uno o dos discos y un par de canciones que suelen hacer época (por ejemplo, Common People, en el caso de Pulp). Un fanático, en cambio, disfruta de todos los discos de su grupo preferido. Y encuentra agua potable allá donde otros sólo ven barro.

En ese entonces me parecía que Nirvana le había metido la mano en el bolsillo a los Pixies y que los había degradado para ser accesibles a mucha más gente (creo que, en algún pasadizo remoto de su mente, Cobain pensaba lo mismo). Como se ve, yo tenía una concepción aristocrática y reaccionaria de la música. Porque, ¿de qué se trata el acto creador si no es de afanar?

Hay muchos motivos -más en el terreno de la sociología que en el de la música- para entender el fenómeno de explosión mediática de Nirvana y de su líder carismático, Kurt Cobain, en contraposición al perfil más bajo y de culto de los Pixies.

Cobain era rubio, de ojos azules, su forma de vestir -descuidada, sucia- era la de un modelo grunge que podía exhibirse en cualquier vidriera de las casas de moda juveniles. Y como si esto fuera poco, terminó pegándose un tiro y entrando en el panteón de los mitos: Joplin, Hendrix, Drake... Su madre, cuando le hicieron saber esta particularidad, contestó: "Sí, ahora forma parte de ese estúpido club".

Con Kurt no hubo posibilidad de percibir su decadencia musical. No hubo segundas partes, que nunca suelen ser buenas. Como le pasó a Humbert Humbert cuando se encuentra con una Lolita gorda, vieja y casada.

De manera que no entré a la música de Nirvana a través de sus discos. Tuve un rodeo largo. Recién cuando cayó en mis manos Heavier than Heaven, la biografía de Cobain escrita por Charles Cross, sentí curiosidad por escuchar su música otra vez. Me encantan las biografías y muchas veces suelen ser una buena entrada a la obra de un escritor o un músico. Cuando un biógrafo logra apasionar a uno en su objeto, el trabajo está cumplido. La biografía de Cross en ese plano es notable. No mitifica, está muy bien escrita. Por momentos tiene poesía. Y se sostiene con entrevistas a familiares y amigos de Cobain. Lo que quiero decir es que sea quien haya sido Cobain, hay un pathos, el estertor de un ser histórico, que ha sido capturado por Cross. Una de las versiones de Cobain está en ese libro. Un Cross a la mándibula sin final feliz.

Parece que Kurt Cobain fue un niño alegre hasta que sus padres se separaron. Después no logró encajar nunca en ningun lado y terminó errando por casas de amigos y familiares lejanos que trataban de cuidarlo porque sus padres habían tirado la toalla (unos padres, por otra parte –según cuenta Cross- muy disfuncionales y egoístas).

No terminó viviendo bajo un puente como a él le gustaba contar, pero sí durmiendo en un auto viejo. Cobain fue un joven inseguro, afectado de compasión por los seres indefensos (tuvo un montón de mascotas), que terminó literalmente partido al medio: desde chico padeció un enfermedad en el estómago que le impedía tragar sin sentir dolores extremos. Ningún médico la pudo curar y -según él- éste fue el motivo para probar la heroína y convertirse en adicto.

En el nombre del grupo que formó con Krist Novoselic está concentrado el destino de Cobain. Nirvana: el Buda llega al Nirvana –un no lugar, el vacío disolutorio- y logra salir de la rueda de reencarnaciones. No tiene que volver más a la tierra para seguir repitiéndose con el guión modificado de acuerdo a los karmas sucesivos.

En la familia de Cobain ya existían dos suicidios previos de los hermanos de su abuelo paterno y otro por el lado de la abuela materna. Lacan ha estudiado la repetición del síntoma a lo largo de las generaciones –aunque a veces se dé de manera opuesta- para plasmarlo en una fórmula matemática que lo condujo al estudio de los nudos borromeos en la última etapa de su vida. "Prefiero morir antes que convertirme en Pete Townshend", solía bromear Kurt sin saber que estaba a pasos de la repetición.

Las canciones de Cobain -maravillosas, crudas, extremas- también tienen esa rara particularidad kármica. Si la música de los Pixies puede ser vista como esos grandes agujeros negros que devoran energía y que son invisibles para los telescopios –joyas sonoras hechas con carne y huesos quebrados-, la de Nirvana parece su contracara necesaria. Como el cuerpo de Cobain, están partidas al medio, son gritos primales que –al igual que en la conducta bipolar- pasan de estados maníacos de exaltación a la depresión total.

Ya en su primer disco, Bleach, hay un tema monumental -About a Girl- que prefigura por su estructura todo lo que vendrá. Yo lo asocio a Things We Said Today, de Los Beatles, esa pequeña joya incrustada en A Hard Day´s Nigth que llega a la perfección del primer sonido beatle pero que también tiene un excedente que prefigura la etapa que se inicia con Rubber Soul.

Nevermind me gusta menos que In Utero, que me parece un disco extraordinario. Cuando se le preguntó a Cobain qué cambiaría de la carrera de Nirvana, dijo que le gustaría haber hecho primero In Utero y después Nevermind, no porque este último represente una evolución de su arte, sino porque Nevermind representó un éxito demoledor, impensable y molesto.

Uno de los problemas de los vanguardistas es que suelen sentir que nunca están a la altura de su arte. Esto les ocasiona una gran ansiedad, que muta en enfermedad y termina matándolos. La lista es larga. Nevermind fue la consagración de Cobain, el disco que todos podían escuchar. Un compendio de furia y asco que dejaba oir de fondo las melodías beatles. De ahí en adelante Nirvana trabajó contra Nevermind, dándonos una enseñanza: el artista siempre tiene que luchar contra su habilidad. El primer título barajado para In Utero era Me odio y quiero morir. Ahí están los primeros acordes de Rape me, una canción hermosa, nirvanesca, que parece celebratoria, pero que en seguida se convierte –a través de la letra- en un anticlímax.

Robert Lowell solía decir que si existiera un botón en uno de nuestros brazos y que con sólo tocarlo nos pudiéramos matar cuando se nos dé la gana, tarde o temprano todo el mundo se suicidaría. Los griegos racionalizaron el suicidio, los románticos lo celebraron, los católicos lo prohibieron...

Las causas por las que uno decide vivir a veces son tan complejas como por las que uno decide morir. Los últimos días de Cobain parecen sacados de una novela de Kafka. Un hombre caminando en espiral, haciendo cosas aparentemente absurdas, viviendo en una casa gigantesca y helada, solo, después de saltar el muro de la clínica donde intentaba una cura para su adicción.

Creo que también la destrucción es un acto creativo. Para Cobain la música que tanto amaba, la prometida libertad que le daría el punk rock se convirtió en un camarín repleto de espejos donde todos le decían lo bueno que era. Hastiado prematuramente de la vida, desconsolado por los padres terribles, se aferró a la guitarra para caminar unos pasos dentro de la maravilla del ser. Pero esto duró lo que dura un día de franco. Entonces se compró una escopeta, municiones, dejó unas cartas, varios diarios y se pegó un tiro. Ojalá a través de sus canciones haya alcanzado el nirvana y ya no tenga que volver a la Tierra.

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