Fui invitado por periodistas de La Mano para participar de un reality que se desarrolla con cada aparición de un nuevo trabajo del Indio Solari. Se trata de la escucha del disco nuevo y el posterior reportaje con el ex cantante de Los Redondos. Como se pudo leer en la infinita repetición de notas de la vez anterior (cuando presentó "El tesoro de los inocentes"), el reality empieza en una estación de servicio ubicada a las puertas de Parque Leloir donde un stalker del Indio pasa a buscar a los periodistas y -después de dar un par de vueltas- los conduce hasta un portón eléctrico que se abre lentamente para que ingresemos a la Graceland suburbana donde pasa sus días Carlos Solari, más solari que nunca.
Tengo mis sospechas sobre la verdadera existencia de la estación de servicio. Estoy seguro de que si alguien va ahí hoy encontrará sólo un descampado. Me parece que todos eran extras pagados por el músico: las cajeras gordas, los remiseros que descansaban con un pie afuera de sus autos y hasta me pareció conocido -me sonó a bajista de banda under ya perimida- la cara de uno de los empleados de la Shell que nos vigilaba con su delantal naranja.
Ya en la casa y sentados en la sala donde Solari compone, pinta, dibuja y escribe, se nos comenta que afuera hay perros peligrosos (uno se llama Saturno, y me imagino que debe hacer la bicicleta asesina) y que mientras estemos ahí se los va a tener sueltos. Cuando bajemos para irnos, los van a guardar. Desde este lugar se ven los árboles y los pájaros, la naturaleza a full intervenida por el hombre mediante alambres de púas, alarmas y cámaras de televisión. El panóptico de Foulcault a todo lo que da.
Carlos Solari, el Indio, el ídolo de miles de viejitas a lo largo y lo ancho del país, es un hombre amable, de larga parla que nos pone el disco de parado para que escuchemos de un tirón los casi 12 temas, más o menos, con el estómago en ayunas. Con precisión de relojería, una chica encantadora entra con una bandeja con café y medialunas cuando empieza el último tema. Esta sensación de que todo está organizado, como en un Mc Donalds o en una aerolínea de calidad, va a estar a lo largo de toda la visita. Aunque me intimida la presencia de Saturno allá abajo, le digo que es imposible tener una opinión sobre un disco en una escucha, a veces, le digo, uno tarda un año en comprender una canción o una película. Pero el tipo ni se inmuta. Me acuerdo acá de una propaganda de la dictadura militar en contra de la literatura "apátrida": un joven le decía a otro a la entrada de la facultad: "Tomá, leélo, y mañana lo comentamos". ¡Y era El Capital de Marx, que te puede llevar toda una vida comprenderlo!
¿Cómo dar cuenta de un hombre en su totalidad?, se preguntaba Paul Valery. Tarea difícil. Quien escribe esta nota había entrevistado a Solari dieciocho años atrás. En ese entonces vivía en una casa sencilla de Ramos Mejía. Desde esa época hasta hoy Solari acumuló poder personal y material. ¿El poder cambia a la gente? Yo creo que no. El poder no corrompe, delata: el que era un tipo gamba antes del poder lo sigue siendo con poder. Y viceversa. La sensación que da Solari es la de un hombre atravesado por miles de contradicciones. Un tipo que parece pelear contra el animal que lo habita y contra el controlador incesante que es "el ladrón de su cerebro".
Según sus palabras, el cantante de voz arguadentosa formó parte de una generación que quiso cambiar al mundo. De ahí que muchas veces la palabra "orga" aparezca en su vocabulario. Pero Solari no parece ser un hombre en favor de la fuerza colectiva. Más bien es un individualista tenaz. Uno de los lemas de Los Redondos, recordemos, era "solos y de noche". Nada de mezclarse con otros, nada de ir a festivales en conjunto. Las veces que lo hicieron, Skay se tuvo que poner al frente del grupo. Quizás uno de los karmas de Solari sea éste: haber compuesto una música que atrajo a multitudes cuando -en el fondo de su corazón- es un fóbico incurable.
Hay una escena de "Lost" que es muy significativa. Es cuando se destroza el avión en el aire y Benjamin Linus -el líder de Los Otros- sale a su porche y ve que va a tener -¡por fin!- problemas. Algo similar le pasa a Robinson con la huella de Viernes. Benjamin Linus es bastante parecido al Indio Solari. Los dos viven en una isla y son los líderes de la gente que manejan. Ambos tienen filtros (mujeres, asistentes, secretarios, etc) con el mundo exterior que les parece amenazante pero al que no pueden renunciar del todo (le pregunté al Indio para qué los reportajes, para qué sacar un disco nuevo). También crean una ficción en torno a ellos (la de Solari es "no puedo salir, me tengo que esconder"). Los dos necesitan controlar al milímetro cada una de las cosas que pasan a su alrededor. Son los demiurgos de su isla mental. "La cultura rock está muerta. Hoy los chicos hacen una banda para ser famosos y nada más", dice el Indio. "Ya nadie quiere cambiar el mundo", añade.
Cuando finalmente nos vamos, me embarga una tristeza chirle. Nada que ver con la primera vez que lo ví. En ese entonces, el tipo era una dínamo de energía que te empujaba hacia adelante. Decían que en el catering de la entrevista, después de las facturas y el café, venían empanadas y vino. Esta vez, en cambio, tuvimos el almuerzo desnudo, eso que Jack Kerouac denominó como "el momento en que todos los comensales se dan cuenta de lo que hay en la punta de sus tenedores: nada".
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