martes, abril 22, 2008

Sobre la despenalización del consumo de drogas

Nota cedida gentilmente por el el amigo Coco Barreiro, del blog Criticar es fácil


La propuesta de despenalizar el consumo de drogas en Argentina, ya vigente en algunos países de América Latina, entre ellos Uruguay, ha vuelto a poner sobre la mesa la discusión acerca de la conveniencia o inconveniencia de semejante medida. La ya larga controversia suele derivar más hacia tópicos sanitarios o económicos y menos hacia el de los derechos ciudadanos, algo que, sin embargo, no debería estar ausente del debate, porque la penalización del consumo violenta los fundamentos del derecho moderno.

La convicción de que "las drogas" son sustancias dañinas o diabólicas que esclavizan a quienes las consumen y su consecuencia, la prohibición, son fenómenos que se han gestado en el siglo XX. Hasta entonces nadie creía que determinados fármacos fueran intrínsecamente dañinos o que su atributo esencial fuera causar el mal, la enfermedad. Para los antiguos griegos, por ejemplo, el concepto de phármakon significaba veneno y remedio, cura y peligro al mismo tiempo. No era para ellos algo puramente tóxico ni puramente inocuo. No establecían una frontera infranqueable entre el beneficio y el perjuicio: los daños o beneficios de los phármakon residían exclusivamente en el uso que el ciudadano adulto hiciera de los mismos.

Hubo que esperar a una era en la que los objetos adquirieron el carácter de fetiches dotados de vida propia para que las cosas se invirtieran radicalmente. Ese fetichismo atribuye a las cosas materiales propiedades intrínsecas, a los que ningún individuo podría sustraerse. La única posibilidad de romper con tan fatal determinación sería prohibiendo el uso de la cosa intrínsecamente perversa.

La idea de la adicción irresistible a un phármakon supone excluir definitivamente la posibilidad de usos recreativos, introspectivos o terapéuticos de las drogas. Todo el discurso hegemónico sobre las drogas refiere a la enfermedad, a la adicción y a la imposibilidad de resistirse a un uso moderado y beneficioso de las mismas.

La mayoría de las personas cree que la prohibición de consumir drogas nos acompaña desde el principio de los tiempos, pero hay que recordar que la misma también fue establecida en el siglo XX. Prácticamente a nadie se le ocurrió antes de la tercera o cuarta década del pasado siglo que los gobiernos tuvieran derecho a vigilar la percepción o el estado de conciencia de las personas. Recordar el origen de la prohibición es importante porque arroja luz sobre las verdaderas motivaciones (políticas, económicas e ideológicas) de una cruzada que pretende fundarse en argumentos científicos.

Utilizando todas las presiones políticas que le permitía su recién estrenada condición de potencia hegemónica, Estados Unidos logró convocar a una conferencia en La Haya en 1912. La misma fue el primer capítulo de una larga serie, que terminará en 1971 con la firma de la Convención Unica de Estupefacientes por más de 70 países en Viena. En La Haya comienza una era completamente nueva en materia farmacológica, pautada por la prohibición de usar libremente determinadas drogas, y el estímulo y la tolerancia de otras. Entre 1961, con la Convención Única sobre Narcóticos de Nueva York, y 1971, con el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas, se unifica y universalizan la legislación en materia de drogas. En esos convenios se basan prácticamente todas las legislaciones nacionales.

El Convenio de Viena estableció cuatro listas de drogas que debían ser controladas, y que habían sido confeccionadas diez años antes. El supuesto grado de adicción de cada droga determinó que se la incluyera en una u otra de las listas numeradas del I al IV. En la lista I se hallan supuestamente las sustancias más adictivas, por eso causa sorpresa encontrar en ella al cáñamo, que tiene una toxicidad anormalmente baja, mientras que en las listas II, III y IV (supuestamente, las de las drogas menos peligrosas) se incluyen potentes fármacos sintéticos que generan síndromes de abstinencia y aún hoy son objeto de debate científico acerca de su inocuidad. En la Lista I están incluidas únicamente sustancias naturales (salvo el LSD) como el opio, el cáñamo, la cocaína, las que a partir de entonces quedaron "prohibidas para todo uso, excepto el que con fines muy limitados hagan personas debidamente autorizadas en establecimientos médicos o científicos que estén bajo fiscalización directa de sus gobiernos".

Las sustancias de la lista I, usadas durante milenios por la humanidad, que eran científicamente prometedoras, se convierten en apenas unas pocas décadas en objeto de una implacable persecución. Mientras que los nuevos fármacos sintéticos, los de las listas II a IV, apenas sucedáneos de la cocaína y los opiáceos, ocupan el lugar de las drogas terapéuticas, que pueden ser automáticamente legales con el sencillo expediente de la autorización de un médico.

Se llega así al nuevo escenario: desde entonces hay drogas peligrosas, completamente prohibidas para todo uso, y drogas que pueden ser objeto de un uso apropiado. Léase con la autorización de un médico.

H. Halbach, responsable por entonces del área de farmacología y toxicología de la OMS no tuvo más remedio que decir que "es imposible establecer una correlación automática entre datos biológicos concretos y las medidas administrativas que han de tomarse". El reconocimiento de que la confección de las listas y los sistemas de prohibición no tenían nada que ver con la ciencia ni con la salud no podía ser más explícito.

La Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), un organismo creado por el Convenio Único, jamás usó la definición de droga que utiliza el Comité de Expertos en Drogas de la OMS: "sustancia que al introducirse en el organismo puede modificar alguna de sus funciones". Les parecía que era demasiado neutra y científica, que no las demonizaba lo suficiente.

El segundo elemento decisivo, que cambiará de ahí en más la relación de los individuos con la fármacos es que, según esta convención, lo que distingue el "uso" del "abuso" (o uso ilícito) está fuera de cualquier consideración científica. ¿Cree alguien que la diferencia estriba en la cantidad de droga que se autoadministre cada uno, o en que la misma se adquiera legalmente o en el mercado negro? Se equivoca de cabo a rabo. Alguien puede tomar una sola vez droga e incurrir en "abuso" y alguien puede tomarla crónicamente y hacer un "uso" legal. Lo que distingue una cosa de la otra es ni más ni menos que "su autorización legal", como dice el artículo 30 del Convenio, que afirma que no puede haber abuso cuando la sustancia "haya sido entregada para uso médico o investigación científica". En contrapartida, el artículo 2.2. del Convenio afirma que será ilegítimo el empleo tradicional -que la convención llama "casi médico"-, o el lúdico, que llamará "no médico".

Ya tenemos la otra parte del decorado del escenario: el estamento médico obtiene el monopolio de decidir las formas de ebriedad a las que pueden acceder las personas.

Esa persecución inicial, que incluye la exigencia de destruir cultivos en todo el mundo coincide "azarosamente" con el auge de los fármacos sintéticos, algunos de los cuales, también "azarosamente", tienen propiedades similares a los prohibidos. Mientras se pide a los países productores de opio, coca y cáñamo que destruyan sus cultivos, se inunda el mundo con sucedáneos industriales sintéticos, considerados "sin potencial de abuso" por las convenciones. La industria farmacéutica, agradecida.

Ejemplo muy ilustrativo es lo que ocurrió con las anfetaminas, que empiezan a comercializarse en los años 30 y 40. En los 70 se empiezan a ofrecer en el mercado como píldoras contra la obesidad, para luego emplearse en usos clínicos como antidepresivos. Esta picardía de los laboratorios no se debía a que ignoraran que las anfetaminas eran el más potente estimulante sintético, carente de competidores en el mercado una vez prohibida la cocaína, sino porque los principios de la cruzada que se iniciaba prohibían ofrecer abiertamente efectos eufóricos o estimulantes. Hasta tal punto las anfetaminas eran parecidas en sus efectos a la cocaína que un equipo de investigadores de la Universidad de Chicago verificó experimentalmente en los años 50 la imposibilidad de que veteranos cocainómanos distinguieran cuándo se les daba una inyección intravenosa de una y otra sustancia.

Qué duda cabe de que con la legalización aumentan la libertad y la responsabilidad de los que usan determinados fármacos para intervenir en su vida psíquica. La legalización no obliga a nadie a pasar por esa experiencia, pero la prohibición sí impide (o dificulta en extremo) el derecho de quienes están dispuestos a vivirla. En vez de aprendizaje farmacológico, el actual estado de cosas pregona de hecho la más perfecta ignorancia.

Con la modernidad, el estamento clerical perdió su monopolio para sanar las almas y los cuerpos de los individuos a manos de los médicos. En materia de uso de fármacos se pasa de la era represiva a la terapéutica. Un fallo unánime del Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos en 1962 fue el que impuso definitivamente ese cambio cultural, y con él el aumento del poder de los médicos: "El adicto no es libre para gobernarse sin ayuda exterior", sostenía el fallo.

El presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana, K. Menninger, recomienda terminar con el castigo y comenzar con el tratamiento. Su paternalismo indica que "cuando una comunidad empieza a contemplar la expresión de conducta agresiva como síntoma de una enfermedad es porque cree que los médicos pueden rectificar esa situación. (...). Sencillamente no es cierto que la mayoría de la gente sea consciente de lo que está haciendo, no es cierto que no desee ayuda de nadie, aunque algunos lo digan".

La naturaleza cultural de la actual definición de "drogadicto" se pone de manifiesto en la creencia de que se trata de un "enfermo", como el que padece una úlcera o una pulmonía. El adicto o incluso el usuario irregular de drogas no padecerían un vicio, sino una "toxicomanía", una "enfermedad" que hasta entonces la ciencia médica no consideraba tal. Si antes era un hereje, ahora es un enfermo; en ambos casos se justifica desconocer su voluntad.

La peor tiranía es la que se ejerce por el bien de la víctima. Tal es lo que ocurre cuando se pretende curar a una persona en contra de su voluntad y por hábitos que no son una enfermedad. Quien crea que esto es una exageración, preste atención al artículo 40 de la ley sobre estupefacientes vigente en Uruguay. Dice que "el que fuere sorprendido consumiendo sustancias estupefacientes o usando indebidamente psicofármacos (nuevamente la diferencia entre las drogas de las listas I y el resto) o en circunstancias que hagan presumir que acaba de hacerlo (...), deberá ser puesto a disposición del Juez Letrado de Instrucción de Turno, a fin de que éste ordene un examen del detenido por el Médico Forense (...). Si del examen resultare tratarse de un drogadicto, el Juez impondrá el tratamiento en un establecimiento público o privado o en forma ambulatoria".

La condena y la prohibición de la automedicación -preceptos que se hicieron indiscutibles recién bien entrado el siglo XX- deberían ser puestos en cuestión. La función del médico no es "autorizarme" a tomar tal o cual medicamento, sino informarme de sus posibles efectos, para que yo en el pleno uso de mis facultades, decida si quiero hacerlo o no. Con excepción de los menores de edad, los incapacitados y casos de flagrante engaño, defender a alguien de una droga que nadie le obligaba a tomar era, para un individuo del siglo XIX, como defenderlo de un libro, un fonógrafo o un cuadro que nadie le obligaba a comprar.

Si consumir drogas es sinónimo de enfermedad, entonces la enfermedad es el estado social predominante, pues en mayor o menor medida todos las consumimos (legales o ilegales). Si se acepta algo tan evidente como esto, entonces la medicina debería rever sus paradigmas acerca del estado de salud o de enfermadad, porque los actuales ya no serían operativos.

Aunque a principios de siglo no había un solo Estado que tuviese leyes represivas, en la actualidad unos 20 contemplan en sus legislaciones la pena de muerte por el comercio o la simple posesión de drogas. Los detenidos se cuentan por millones cada año en el mundo. Los presos por tráfico o consumo de drogas son mayoría en prácticamente todos los países del mundo. Los detenidos por consumir o comerciar drogas equivalen al número de presos por motivos políticos en los siglos XVIII y XIX y a los encarcelados por motivos religiosos en los siglos XIV a XVII. La elección de las formas de ebriedad fue un hecho comprobado en todo tiempo y lugar. Ahora trata de imponerse como axioma que cualquier elección subjetiva es una enfermedad o un delito.

La breve exposición sobre la genealogía de la prohibición y el monopolio que ostentan los médicos sobre el uso de las drogas pretende poner en evidencia, por un lado el carácter cultural, ideológico si se quiere, de dicha prohibición y, por otro, la inconsistencia, desde el punto de vista del derecho moderno, cuando se penaliza a quien (supuestamente, hay que decirlo) se inflige un daño a sí mismo, ya que la ley en una sociedad democrática no está para proteger a las personas de sí mismas, sino contra terceros, cosa que en el caso del consumo de sustancias que alteran el estado de ánimo no es posible demostrar.

La aberración a la que asistimos en las sociedades que penalizan el consumo de drogas reside en el hecho de que delincuentes y víctimas pueden ser la misma persona, ya que la legislación represiva se funda en el principio de proteger al sujeto de sí mismo (como cuando se impone una multa si no se usa el cinturón de seguridad).

En ningún otro ámbito que no sea el farmacológico, nadie discute la necesidad de distinguir entre moral y derecho, o entre pecado y derecho. Es una conquista del pensamiento democrático moderno. Por eso, al margen de la inacabable (y prescindible en este caso) discusión acerca de los eventuales daños a la salud que puedan provocar las drogas, hay algo mucho más importante, algo que atañe a las libertades del ciudadano. Aun aceptando todos los postulados en los que se pretende basar la actual guerra contra las drogas, queda en pie una pregunta que casi nunca se responde: ¿el Estado tiene derecho a prohibirme que consuma un fármaco que no comporta daños a terceros? Si fuera verdad que todas las drogas son dañinas, el Estado no debería prohibir que los ciudadanos la consumieran, dado que sería dañina sólo para quien la usa, sino informar al ciudadano sobre los riesgos que comporta su uso.

Claro que muchos países democráticos ya han aceptado implícitamente que penar el consumo es una monstruosidad jurídica, que supone violentar toda la filosofía en la que se funda el derecho moderno. Para que haya delito, a diferencia de pecado, como se sabe, tiene que haber un daño a terceros, a su físico o a su patrimonio, cosa que evidentemente no ocurre en el caso del consumo de fármacos prohibidos, salvo que se acepte el despropósito de que el consumo es contagioso.

Tampoco en Uruguay se penaliza el consumo. En 1988 ante una comisión parlamentaria, el fiscal Miguel Langón se preguntaba en relación con el consumo de sustancias ilegales: "¿Dónde está la víctima? ¿Cuál es el perjuicio?". Efectivamente, la ley uruguaya no cae en la incongruencia de penar una conducta que, en la peor de las hipótesis, sólo entraña un perjuicio para el actor del "vicio/delito". Sin embargo, prohibicionista convencido, y además sincero, Langón agregaba lo siguiente: "la realidad jurisprudencial uruguaya coincide con mi opinión (...). Durante más de diez años hemos penalizado a los consumidores, lo que ha pasado es que hemos empleado una forma gatopardística y enmascarada de castigar la tenencia, el consumo". Es que el artículo 31 de la ley que castiga el consumo de drogas estimula la manera enmascarada de perseguir el consumo sin violentar las normas del derecho, porque dice que "quien introdujere en tránsito, distribuyere, transportare, tuviere en su poder no para su consumo, fuere depositario, almacenare, poseyere, ofreciere en venta o negociare de cualquier modo, alguna de las materias primas, sustancias", etc. será penado con 18 meses a 10 años de penitenciaría". En buen romance, ser depositario, almacenar o poseer son actividades que los juristas llaman actos preparatorios del consumo. Sólo se puede consumir si antes se fue depositario, se almacenó o se poseyó la sustancia. La legislación uruguaya reprime, pues, de forma indirecta el consumo. Se trata de una persecución que no osa decir su nombre. Ya sería hora de dejar de maltratar las libertades individuales.

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