Si yo fuera jugador de River, les diría a los hinchas que les tiraron maíz, los insultaron por tv y radio, los escracharon a la salida del vestuario y se guardaron los pañales que habían llevado a la cancha para tirarles sólo porque dieron vuelta el partido con Gimnasia en el segundo tiempo, en fin, a esos hinchas, les diría que los invito a festejar el campeonato... Pero después de las doce, como se suele hacer en los casamientos estereotipados de la clase media y media alta.
Pero no quería hablar de River, del Choto Simeone y su cuerpo técnico vestido de negro como el Cuarteto Vocal Zupay, o de Buonanotte -ese jugador que se parece al pibito de los alfajores Jorgito. Quería hablar de la dupla Messi-Agüero, de las diferencias que le encuentro a estos dos jugadores clave para la Selección Argentina. Diferencias que surgen ya desde el origen de cada uno. Se puede imaginar, por un lado, a la infancia de Messi, construída en los laboratorios cibernéticos españoles. Me imagino a Messi metido en una cámara aséptica mientras un médico pulcro y completamente vestido de blanco, barbijo incluído, mueve unas palancas metálicas y cromadas que funcionan sujentado al jugador de piernas y brazos y lo estiran, como en una tortura de la Edad Media. Lionel Messi es como el Terminator que viene a la tierra en Terminator 2 para cargarse a John Connors. Está programado para ir para adelante caiga quien caiga. Si alguien lo destruye o lo desintegra, las partículas con las que está construído se intentan juntar en el suelo atrayéndose mutuamente para volver a formar a Lionel Messi, un jugador que uno recuerda más haciendo publicidades que goles clave en los campeonatos que jugó. Sólo un androide programado puede replicar el gol de Maradona a los ingleses. Y la prueba de que es un robot está que lo hizo exactamente igual, pero en un partido que no servía para nada.
Por otro lado, está el Kun. Poseedor de uno de los mejores apodos que conozco en el fútbol. Un apodo que le puso el abuelo (y acá entra la fábula de la pobre Heidi con abuelo incluído). Pero el Kun es un muchacho heidi metal. Mientras Messi era fabricado en un astillero de máxima seguridad, él comía Guaymallén a granel y corría descalzo por las matas de pasto de Sarandí. Y él sí hace los goles que hay que hacer. Como los que le metió a Racing, su archienemigo de Avellaneda en un partido memorable. Políticamente incorrecto, el Kun al terminar ese partido se puso a cantar con sus compañeros este mantra obsceno: "A Racing me lo cojo, a Racing me lo cojo". Las cámaras de la tv lo tomaron en ese momento y quedaron estupefactas. El Kun es así. Es un organismo vital. Hasta se fue a vivir con la hija de Maradona. El, que es hermoso y que podría salir con infinidad de mujeres bailanteras y bellas, eligió entrar en la dinastía del caos que, dicen, fue el origen del universo. Mi filósofo de cabecera, Domin Choi, en su libro "Fenomenología de la pelota Pulpo", dice una frase que subscribo completamente: "Messi hace lo imposible; el Kun, lo inesperado".
Como uno es una persona normal que sabe que en la vida hay cosas que son imposibles -a pesar de Adidas-, prefiere lo inesperado que nos regala el Kun. Es como Batman y Superman. Kal-El era un extraterrestre inmortal. Batman, en cambio, era un muñeco perturbado por la muerte de sus padres, sin superpoderes, un tipo oscuro, que no tenía en la indumentaria los colores de los Estados Unidos. Era el Caballero de la Noche. Era mortal, pero terriblemente habilidoso y certero. Como el Kun.
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